«EL ÁRBOL SE MIDE MEJOR CAÍDO ...»
DENTRO
de un tranvía lleno de gente madrugadora en Filadelfia, un buen cuáquero
desdobló el periódico, se quedó mirándolo y exclamó: «¡Santo Cielo! ¿Qué es
esto? ¡Lincoln asesinado!» Los demás viajeros de
aquel amanecer gris se cubrieron
la cara con las manos para ocultar sus lágrimas ardientes que regaron el piso cubierto de aserrín. El
conductor del vehículo vino a convencerse de si era verdad lo que había oído. Salió en seguida, les quitó los cencerros a sus caballos
y siguió adelante, conduciendo ese tranvía lleno de dolientes, unos
silenciosos, otros sollozando.
En Charleston, Carolina
del Sur, una negra vieja andaba como loca por la calle; se retorcía las manos y
lloraba: «¡Dios mío, Dios mío, mataron al amo Sam, mataron
al Tío Sam!»
Hasta
una lejana llanura de Illinois alguien fue a darle la noticia a una mujer que
vivía en una granja.
—Ya
sabia yo desde que se fue que no volvería por aquí —
respondió
ella: era Sara Bush Lincoln, que estaba preparada para el dolor que iba a
llegarle ese día.
En Washington, en Nueva York, en Boston, en
Chicago, en Springfield, en Peoría, lo
mismo en las urbes que en las aldeas, lloraban las campanas hora tras hora sin
descanso. Por todas partes se veían
banderas a media asta y negros crespones de luto.
—CARL
SANDBURG
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