Por
qué Lincoln se dejó la barba
Por Herta
Pauli
1952
1952
Aunque Abraham Lincoln no se dejó la
barba sino cuatro años, no podríamos imaginárnoslo sin ella. El solía hablar de
la niñita del estado de Nueva York a quien se debió este famoso cambio de su
rostro. Pocos saben su nombre; en algunos de los más voluminosos libros sobre
Lincoln no se menciona a Grace Bedell, que sólo tenía once años. Pero Abraham
Lincoln se complacía en referir el cuento y agregar con risa de picardía: «¡Hay
pequeñas cosas que cambian el aspecto de nuestras vidas!»
Metida en su cuartito del desván,
Grace Bedell se ensimismaba un día viendo un retrato que su padre le había
traído de la feria. No era un dibujo ni una pintura. No tenía líneas ni
colores. Y sin embargo, se podía ver hasta el último pelo de la cabeza de
Lincoln, la última arruga de su traje. Era la primera fotografía que en su vida
había caído en manos de Grace Le daba el misterioso encanto de que el hombre
mismo la miraba. La sucia lámpara de petróleo de Grace dibujaba extrañas
sombras en la fotografía al blanco y negro. Los rasgos tomaban vida. Un halo
oscuro rodeaba la flaca figura, y como que desaparecían las mejillas chupadas.
¡Barba! Qué bien le queda, pensó Grace; alguien tiene que decírselo. Si realmente
tuviera barba, todas las señoras le querrían. Harían que sus maridos votaran
por él, y sería presidente. Yo tengo que decírselo. Sin vacilar, tomó la pluma,
la tinta, y escribió:
Wesffield, Nueva
York, 15 de octubre de 1860
A B Lincoln
Estimado señor
Soy una niñita de
once años pero quiero mucho que usted sea presidente de los Estados Unidos y
espero que no piense que sea mucho atrevimiento escribirle a un hombre tan
grande como usted.
¿Tiene usted una
hija como de mi tamaño? si la tiene dele recuerdos míos y dígale que me escriba
si usted mismo no puede contestar mi carta. Yo tengo cuatro hermanos y unos de
ellos votarán por usted .de todos modos si usted se deja crecer la barba yo
trataré de hacer que los demás también voten por usted. Usted se vería mucho
mejor porque tiene la cara tan delgada. A todas las señoras les gusta la barba
y harían votar a sus maridos por usted y usted entonces sería presidente.
Grace Bedell
Por aquellos tiempos llegaban
cincuenta cartas diarias a las oficinas desde donde se dirigía la campaña de
Lincoln. Sólo aquellas que eran de los amigos o de gente muy importante
recibían el pase de los dos secretarios, John Nicolay y John Hay. Nicolay era
el primero en hacer el mortal escrutinio. En rechazar lo secundario. John Hay,
echado de espaldas en su silla, tomó ese día el segundo paquete de cartas.
Hojeándolas, dijo:
—Ahora las niñitas empiezan a
decirle al jefe cómo podría hacerse elegir.
¡Al cesto!—dijo nervioso
Nicolay.
—Esta tiene una idea original—anotó
Hay—. Piensa que debe dejarse crecer la barba.
—Tírala y sigue tu trabajo, John.
—No me atrevo, mi querido Nicolay.
Ya sabes que «los niños y los locos ...»
En este momento, sin anunciarse,
entró un hombre rechoncho, barbado, ojiazul. «Buenos días, compañeros.»
John Hay se volvió al recién llegado:
Apelo a usted, señor Herndon... Nicolay no lo tomó en cuenta.
- Dejémonos de barbas y de
niñitas. Hay que tener un poquito el sentido de la responsabilidad.
—¿Niñitas? (Los ojos de
Herndon se movieron cautelosos para escrutar la puerta del fondo. Estaba
entornada y Billy Herndon bajó la voz.) El las adora. No puede pasar ninguna
por la calle sin que la detenga y le converse. A
cada una la llama «hermanita.» ¿Qué decía usted de una
niñita?
—¡Le he dicho que la tire al
cesto de los papeles!—exclamó Nicolay ya indignado—. Y que sería mejor
que John contestara en seguida la carta del gobernador de Pensilvania, que es
urgente...
—¿Por
qué? A su edad uno ya ha aprendido a tener paciencia—interrumpió
en esto la voz tranquila de Lincoln desde la puerta del fondo.
Y a poco Grace recibía
esta carta:
Privado
Springfield,
Illinois, 19 de octubre de 1860
Señorita Grace
Bedell,
Westfield, N. Y.
Mi querida
pequeña señorita:
He recibido su
amable carta del día 15. Me apena tener que decirle que no tengo hijas. Tengo
tres hijos, el uno de diez y siete, el otro de nueve, y el tercero de siete
años. Ellos, con su madre, constituyen toda mi familia. En cuanto a lo de la
barba, no habiéndola usado nunca ¿no cree usted que la gente la encontraría
ahora un tanto afectada si me la dejara crecer? Le desea mucha suerte su
sincero amigo
A. Lincoln
El 16 de febrero se supo que el tren
especial en que se dirigía a la Casa Blanca el recién electo presidente
Lincoln, pasaría por la estación cercana a Westfield. La familia Bedell se
confundió con todos los vecinos que acudieron a saludarlo. Se había puesto un
gran letrero que decía «¡Viva el Jefe!» y la bandera de las barras y las
estrellas estaba desplegada a todo trapo.
Grace
miraba en torno las caras ansiosas, cuando se produjo un movimiento súbito.
Miles de oídos estahan alerta. « ¡Allá viene! ¡Allá viene!»
Se empinó Grace hasta donde pudo y
alcanzó a ver el tope de la chimenea de donde salían espesas bocanadas de humo,
pasando por encima de las cabezas, y luego el áchatado techo de los coches. El
último estaba adornado con la bandera que agitaba sus colores.
Lo que Grace alcanzó entonces a ver
fue que la copa de un sombrero muy alto y muy negro sobresalía por encima de
todos los demás sombreros negros. De la multitud
salió un grito cerrado: «¡Que hable! ¡Que hable!» Grace contuvo el
resuello. En torno se hizo un silencio absoluto. Señoras y
señoras—dijo alguien —no tengo preparado ningún
discurso ni tiempo para decirlo. Estoy aquí para tener el gusto de verlos y
para que ustedes me puedan ver,..»
Grace se quedó helada. Era él. Era
su voz. El estaba ahí, en la plataforma. Hacía cuanto podía para alcanzar a
verle la cara, y apenas podía divisar el sombrero arrugado, negro como una
chimenea.
«Y estoy
dispuesto a aceptar que, por lo que hace a las damas, yo soy quien sale ganando
en este rápido vistazo mutuo.»
De la multitud salieron risas como
si se hubiera roto un encanto. Lincoln siguió hablando. «No tengo sino una sola cosa que decir, aquí,
de pie, al amparo de la bandera nacional: ¿Estarán ustedes siempre conmigo,
como yo estoy con la bandera?»
Las manos, los sombreros,
los pañuelos de mujeres se agitaron en el aire, a tiempo que resonaban los
ecos: «¡Sí! ... ¡Sí! ... ¡Claro que sí, Abe
Una vez más Grace pudo oír entonces
la voz que siempre había sentido o presentido en la intimidad de su vida. «Yo tengo aquí en este lugar una pequeña amiga ... por
correspondencia—dijo él—. Esta
señorita vio desde el primer momento cómo podría mejorar en algo mi apariencia.
Si está aquí, querría hablar con ella ...
«¡El nombre! ¿Cómo se
llama?» gritaron todos.
Y Lincoln dijo muy
claramente: «Se llama Grace Bedell.»
Tomó su padre a Grace de la mano y
avanzó con ella. Ella le siguió sin saber cómo, sin notar que se abría para
ellos una calle y que todos les seguían señalándolos con el dedo y
secreteándose . Ella iba hacia la persona que la había llamado por su nombre.
Había que subir unos peldaños; su
padre la llevó al pie de la plataforma, a la vista de un millar de personas, y
la dejó frente a un par de enormes botas negras.
Grace oyó en lo alto la voz que
decía riendo: «Me escribió que le parecía me habría de ver mejor con barba
...»
Lincoln se inclinó. Grace sintió que
dos manos fuertes la tomaban por debajo de los brazos. Y como si no pesara una
paja, se vio alzada por el aire, besada en ambas mejillas y puesta otra vez
delicadamente en el suelo. Las mejillas le ardían no sólo por la caricia sino
por las cosquillas. Para ella
desapareció la multitud. No hacía sino mirar y reír de alegría.
Enmarcando aquel rostro surcado de arrugas, bajando por las mejillas hasta la
quijada de moco que sólo quedaba descubierto el labio superior, estaba la
barba.
«¿ Ves?—le dijo Lincoln—me
la he dejado crecer para ti, Grace.»
Lo
único que pudo hacer Grace fue mirar aquel gran hombre, alto, flaco, sencillo. Hubiera podido quedarse así mirándolo para siempre,
para siempre ...
Lincoln le tomó la mano. Grace le
oyó decir que esperaba ver a su querida amiguita otra vez, y comprendió que
aquel instante tenía que terminar. El la ayudó a bajar los peldaños, y ella,
como niña obediente y formalita, volvió adonde estaba su orgulloso padre.
Grace
oyó un pitazo agudo y los resoplidos de la locomotora que se alejaba. La
multitud aplaudía y ovácionaba hasta que materialmente desapareció el tren en
la distancia. Para Grace no quedaban vibrando en el recuerdo sino estas tres
palabras, repetidas sin fin: «Mi querida amiguita ...»
Quienes visitan hoy a Springfield no
se quedan sin ver la casa de Abraham Lincoin, que es una sencilla construcción
de dos pisos, blanca, con anchos aleros y una cerca en torno. Dicen que está lo
mismo que antes, lo mismo por fuera que por dentro. Con amoroso cuidado se
conservan los adornos y los muebles, los cortinajes y las chucherías. En la pared de un cuarto cuelga una
cartita escrita en caracteres infantiles: «Estimado señor—Soy una niñita de
once años...»
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