_Así
Paga un Perro
(Condensado de «Fang and
Claven)
POR FRANK BUCK
En colaboración con Ferrin Fraser
En colaboración con Ferrin Fraser
ME
SORPRENDIO NOTAR que mi amigo Johnson seguía con ojos atentos un perrillo de
pelaje amarillento que pasó corriendo por frente a nosotros. Y mayor aún fue mi
sorpresa cuando Johnson, volviéndose hacia mí, me preguntó:
—Frank, ¿te gustaría ir a mi hacienda a cazar un tigre ?
Estábamos
sentados en la terraza del Golf Club de Keppel, que daba sobre la bella rada de
Singapore, a corta distancia del
puerto, donde a la sazón estaba entrando un barco australiano cargado de
ovejas.
—¡No
me digas—exclamé yo riendo —que ese gozque te hizo recordar un tigre!
—Así
fue, aunque te rías ... Y a propósito, ¿quieres oír algo respecto a la cala de
ese tigre ?
—Por
supuesto que sí.
Tomó
la caja de los cigarros y me ofreció uno. Luego, mientras despuntaba el suyo
con los dientes, me preguntó:
—Tú
conoces a Dick Scott, ¿no es cierto ?
—Sí,
como no.
—Bueno.
Dick tiene dos chicos, y hace algún tiempo se le metió en la cabeza regalarles
un perro. Cuando andaba de vacaciones el año pasado, consiguió el que quería—un alsaciano gris, robusto sin ser grueso, y de patas
fuertes, musculosas y altas como las de un lobo. Lo bautizaron Binji. Resultó
un perro excelente. Además de dócil, manso, y buen vigilante, era un compañero
maravilloo para los chicos.
—Era?—pregunté yo curioso—. Hablas
como si Binji fuese ya cosa del pasado.
—Lo
es—contestó Johnson apartando los ojos de mí para fijarlos en el barco—. Y
cargamentos como ése fueron la causa.
—No
entiendo...
—Verás.
Después que se les desembarca, las ovejas son llevadas a unos pastaderos
cercanos a la finca de Dick. Cierta noche, el rebaño fue asaltado y puesto en
dispersión. A la mañana siguiente, seis ovejas
aparecieron muertas, con el cuello destrozado a dentelladas.
—
¿Binji?
—Sí, Binji. Su culpabilidad era evidente. Había roto la
cadena, y le encontraron lana y sangre en el hocico. Desde entonces se le
ató en las noches con una cadena que hubiese sido bastante para sujetar un
leopardo. Pero Binji era fuerte, y había probado la sangre... Noches
más tarde volvió a romper la cadena, y en esta
ocasión fueron doce sus víctimas. Aquello
colmó la medida. Dick no quería en su propiedad un perro de tal índole. Así,
acto seguido, le puso la correa y lo llevó consigo al hotel, por si hallaba a
quien cedérselo. Y aquí es donde empieza mi parte.
Yo
no conocía a Binji. Lo vi por primera vez esa tarde, cuando entre' en la
cantina del hotel. Estaba—noble y tranquilo--echado a los pies de su amo.
Evidentemente era un hermoso animal. Lo alabé con entusiasmo, «Si te gusta,
te lo regalo», me dijo Dick. Y al ver que yo lo miraba con incredulidad, se
apresuró a explicarme: «Es un perro de instintos
feroces, y se ha cebado en las ovejas. Mató docena y media en dos noches. Y yo
tuve que pagar el daño. Pero ya no repetirá su hazaña. Voy a deshacerme del muy
carnicero, sea que tú lo aceptes o no».
Bueno... yo tampoco quería una «fiera» en mi finca. Y ya iba a decírselo así a Dick cuando de pronto
recordé algo para lo cual me sería Útil un perro. -Está bien», le contesté. «Lo
acepto».
Dick
puso la correa en mis manos sin decir una palabra. El perro pareció darse
cuenta de que su destino iba a cambiar en ese instante, porque miró, primero,
al amo que de él se desprendía. y luego a mí. Pero en
sus ojos no brillaba la expresión del que reprocha o se duele, sino la del
que interroga humildemente. Me siguió sin oponer resistencia. Por el contrario.
Se hubiera dicho que aquello le agradaba.
Johnson
hizo una pausa. Luego, esquivando mirarme, como si algo le avergonzase, me
preguntó:
—Frank, ¿sabes para qué quería yo ese perro? Para ponérselo de
carnada a un tigre.
Calló
de nuevo por un instante, y continuó luego:
—Ya
te dije que en mi hacienda hay un tigre. Tú sabes cuántas engorrosas formalidades
tienes que llenar para que te den permiso de cazar con bala un animal así:
pero no hay ninguna ley que prohiba cazarlo vivo. Con tal propósito,
mandé hacer una trampa de troncos. Pero necesitaba
una buena carnada, tú sabes, un animal que en la noche chillase y metiera la
bulla necesaria para atraer al tigre. Por eso se me ocurrió utilizar aquel
perro dañino que providencialmente me venía a las manos.
Debes
comprender, Frank, que yo nunca había visto a Binji. De lo que Dick me contó
deduje, naturalmente, que era un animal temible, indigno de compasión ni buen
trato. Pero a poco de estar con él, empezó a parecerme imposible que un perro
tan dócil, tan manso y tan cariñoso fuera realmente capaz de encarnizarse en
las ovejas como el peor de los lobos. Tú sabes que
para ir a mi hacienda hay que navegar doce kilómetros río arriba, y luego
cruzar la corriente. Bueno, yo temía
que me fuese necesario hacer fuerza a Binji para que entrara en la lancha. No hubo tal. Subió a ella por su propia voluntad, como si
tuviese plena confianza en mí, como si toda su vida hubiera estado esperando
hacer ese viaje conmigo. Iba juguetón y alegre, lo mismo que un cachorro. Ladraba
a las ondas y cogía copos de espuma entre los dientes. Después se acercaba a mí, me ponía el hocico húmedo en la
mano, y me miraba como si quisiera decirme: «Nos estamos divirtiendo mucho, ¿no
es cierto?»
Llegados
a la casa me senté a cenar. Binji me miraba, echado al pie mío. Pero no con
ojos de petición, sino con ojos de esperanza. Le tiré unos cuantos mendrugos,
cosa que nunca hago con los perros cuando estoy a la mesa. Pero, tú
comprendes... el pobre iba a morir, y aún a los
peores criminales se les deja comer bien antes de su ejecución. Hubieras visto qué hermoso centelleo de gratitud había en
sus ojos cuando cogía uno de aquellos bocados.
Después
de la cena encendí mi pipa y me senté en el porche a contemplar las estrellas. A poco, la cabeza de Binji estaba descansando en mis
rodillas. Evidentemente no lo hacía por que lo acariciase, sino por estar
allí, en contacto conmigo, haciéndome compañía. Me puse en pie
precipitadamente y llamé al muchacho indígena que me servía de ayudante.
,Ven—le dije—. Vamos a cebar esa trampa ».
Binji
nos siguió alegremente. Aquel paseo inesperado por la trocha abierta en la
espesura parecía deleitarlo. Yo podía distinguir en la oscuridad el penacho
gris de su cola agitándose afanoso cuando se agachaba para husmear entre los,
matorrales. Me parece a mí que de todas las cosas la que hace más feliz a un
perro es vagar así, suelto y libre, en la plácida quietud de la noche, por
entre la maraña llena de ruidos inquietantes, pero llevando tras de sí al amo
que lo llame por su nombre en la oscuridad. Después de mucho andar llegamos a
la trampa. Tú sabes como son las de esta clase; una especie de jaula, hecha de
troncos sin descortezar, pesada y fuerte, con una puerta caediza que se cierra
al tocar el disparador que la sujeta. Hasta que el
muchacho no lo hubo atado en el interior de la jaula, Binji no se dio cuenta de
que algo extraño había en todo aquello. Y empezó entonces a gemir tímidamente.
Binji
es animal de instintos feroces ... un perro dañino y peligroso. De todos Todos,
Dick hubiera acabado matándolo. Estas y otras cosas iba diciéndome a mí mismo
de regreso a la casa por la vereda que Binji acababa de recorrer conmigo.
Seguía oyéndolo a mi espalda, allá lejos, en la negra distancia. Ahora ya no gemía. Estaba aullando lastimeramente con
todas sus fuerzas.
«Perro
buen cebo para tigre»—chapurró el muchacho indígena que caminaba a mi
lado—Aúlla fuerte. Tigre vendrá seguro». Ese comentario que debía haber sido
grato para mis oídos de cazador, no acertó a complacerme. Una sola idea me dominaba: ¡aquel hermoso alsaciano, solo,
indefenso, atado, aullando angustiosamente en la oscuridad, y por allí
cerca, el tigre, alevoso y matrero, que de un solo zarpazo iba a silenciarlo!
Me metí en la cama, pero no pude dormir. Un tropel de ideas extrañas pasaba por mi
imaginación, y a través de todas ellas seguía viendo a Binji: grande, robusto,
con sus vivos ojos pardos, su nariz arrugada, sus patas recias, su cabeza
grande y tibia apoyada cariñosamente sobre mis rodillas. Empecé entonces a
hacerme reflexiones: yo no tenía un perro en mi finca... Binji podría ser
inclinado a matar ovejas, pero yo no tenía ovejas que él matara... ¿Por qué no
había de quedarme con él, en vez de sacrificarlo así?
Es
sorprendente con cuánta rapidez puede uno cambiar de ideas. Hasta entonces yo
había deseado vivamente ver aquel tigre caer en la trampa. ¡Ahora deseaba con todas
mis potencias que no hubiese caído! Di que fue sentimentalismo; di que fue el
recuerdo del húmedo hocico de Binji en mi mano, de su alegría cuando íbamos en
la lancha, de su humilde mirada cuando se tendía a mis pies-, di, si quieres,
que fue simplemente la voz de la conciencia.
El hecho es que salté de la cama como
impulsado por un resorte, y llamé al ayudante: «¡Date prisa! ¡Vamos a sacar al
perro de esa trampa!» Recorrimos a carrera
tendida aquel medio kilómetro. Si tú has tenido un perro, comprenderás esa loca
ansiedad mía.
Cuando
íbamos acercándonos, noté que todo estaba en silencio. Aquello fue para mí
claro indicio de que ya el tigre había hecho presa en Binji. Luego, más cerca
ya de la trampa, oí un débil gemido
de
miedo y pena... algo así, imagino yo, como el gemido de un niño cuando lo dejan
solo en la oscuridad.
Avancé
ansioso y vi a Binji, con su nariz negra pegada a los burdos barrotes de la
jaula, sus ojos encandilados por la luz de la antorcha que nosotros llevábamos,
y aquel plumón gris claro de su cola agitándose con
alegría y confianza, como si quisiera decir: «Bueno, ya hemos jugado bastante a
esto. Vamos a jugar a otra cosa ». Cuando el muchacho lo hubo
desatado, salió de la jaula saltando, y corrió hacia mí, anhelante, con la
roja lengua afuera, y batiendo la cola. «¡Ven, Binji!—le dije—. ¡Vamos a casa!»
Echó vereda abajo como había venido: corriendo, retozando, metiendo la nariz
curiosa aquí y allí, adelantándose de pronto y volviendo de nuevo a mi lado
para emprender otra carrera, y seguir inspeccionándolo todo.
De pronto ocurrió algo, tan repentino Y tan cerca de mí, que ni siquiera alcancé a levantar
la antorcha... Un rápido movimiento entre la oscura maleza... Un enorme bulto
negro... Dos centelleantes dagas de marfil que se abalanzaban sobre mí, ávidas,
feroces, rectas, afiladas como agujas...Había tropezado con un jabalí que
estaba guardando su hembra y sus jabatos. ¡Doscientas
libras de enloquecida fiereza que se lanzaban contra mí para despedazarme!
Pensé en mi escopeta, pero todo aquello fue tan súbito y tan veloz que no
tuve tiempo de echármela a la cara. Entonces una
mancha gris saltó de la oscuridad como una exhalación. Oí el chillido del
jabalí al recibir el violento impacto. Las dos dagas centelleantes
desaparecieron en las tinieblas. Luego un grito de dolor lanzado por Binji, y
después del grito, su gruñido ronco, feroz, salvaje... ¡el mismo gruñido de
cuando clavaba los colmillos en el cuello de las ovejas!
Maté
de un tiro al jabalí—agregó Johnson lentamente, como si la emoción del recuerdo
retardara sus palabras—. Y encontré al pobre Binji
con aquellas dos horribles dagas clavadas en el pecho, pero con sus grandes
colmillos blancos hundidos fieramente en el cuello del jabalí.
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