Una familia inolvidable
Por Paul Schubert
Fui por primera vez a la cabaña
campesina del tejado rojo que llevaba el número 24 de la Calle de Krtiny una
mañana veraniega de mil novecientos treinta y
tantos. Mi mujer y yo estábamos buscando alojamiento barato donde
vivir hasta que yo terminase de escribir un
libro, y aquella encantadora aldea checoeslovaca, perdida en el corazón
de la montuosa selva morava, nos pareció la más apropiada.
Salió a la puerta un aldeano de revueltas
greñas. Era José Dvorak, el dueño de casa. Detrás del hombre, en el amplio
zaguán que dividía la vivienda en dos partes, estaba su esposa, María, de pie y
en jarras. María apenas intervino en la conversación porque correspondía al jefe
de familia tratar del alquiler; pero me -sentí atraído por su cara inteligente
y alegre. La cabellera de azabache ceñía la hermosa frente, bajo la cual
brillaban unos ojos maravillosos—ojos de aldeana tan cercanos a la vida que
parecían penetrar a través de los misterios del nacimiento y la muerte hasta
los dominios de la fe. Mientras hablábamos con el marido, dos chiquillos se arrimaron a María, como buscando su
abrigo. Más tarde supimos que María tenía otros tres hijos trabajando
fuera de la casa.
Alquilamos la mitad de la casa número
24 en 2500 coronas checoeslovacas, que equivalían a unos 75 dólares, por la temporada.
Pregunté hasta cuándo duraba la temporada. «Oh—repuso enfáticamente el señor
Dvorak—hasta el otoño. Pero, por mi parte pueden ustedes quedarse hasta la
Navidad... o hasta el verano que viene. Con
sacar las 2500 coronas por la temporada me doy por satisfecho.»
Cerrado el trato nos instalamos en la
casa, empezamos a teclear en la máquina de escribir y muy pronto nos sentimos
envueltos en la vida hogareña de los Dvorak. Para ellos la jornada comenzaba a las tres de la madrugada,
cuando María se levantaba para atender a su hijo mayor que marchaba al
trabajo. Durante el día entero llenaban la casa rumores de actividad
doméstica—cocinar, hornear, limpiar, cavar el huerto. María tenía además un
taller de lavado en un gran cobertizo a espaldas de la casa, donde lavaban y
planchaban siete mujeres.
El alegre canto de María impregnaba el
ambiente doméstico mientras ella atendía afanosa a las diversas labores. No
tardé en descubrir que aquella aldeana tenía ánimo y corazón de gran dama.
Lo que
pasó con el mendigo que tocaba el organillo me reveló
el tacto de María Todas las mañanas se llegaba a la puerta de la
casa un viejo pordiosero que armaba el organillo (regalado por la aldea para
que se «ganase» la mendicante existencia) y tocaba la misma pieza una y otra
vez por espacio de 20 minutos.
Por regla general me encontraba en la
cama cuando llegaba el músico. Trabajaba en mi libro con ahínco y era frecuente que al sonar el despertador
de María a las tres de la madrugada, me encontrase todavía en la tarea.
Aquel importuno me sacaba de quicio.
Me irritaba despertándome con su infernal
tonadilla. Estaba convencido de que su ardid consistía en tocar y tocar hasta
que yo le pagara para que se marchase.
Pero me propuse ser más terco que él.
Un día se decidiría a no volver por nuestra casa en vista de que no hacía
negocio.
Más
adelante supe que María me había estado protegiendo para que no tuviese por qué
avergonzarme. Todos los días daba al músico ambulante cinco heller como limosna
suya, y cincuenta heller (y a veces hasta una corona, moneda equivalente a
tres centavos) en nombre de los forasteros, como
correspondía a personas de nuestra posición. Si el músico tocaba con tanto entusiasmo ante nuestra
puerta era por pura gratitud.
Creo que María comprendía que yo no
era rico. Por muy cómodamente que mi esposa y yo viviésemos en comparación con
los vecinos de la aldea, nos sosteníamos en realidad con un presupuesto de 50 dólares al mes. El libro no parecía acabarse nunca y la dilación hacía
alarmante mella en mis reservas metálicas. La llegada del invierno me
sorprendió enfrascado todavía en el trabajo y sin que pudiera decir cuándo iba
a terminarlo.
La Navidad amenazaba ser triste. Aun
en las mejores circunstancias no es agradable encontrarse en tierras extrañas
durante aquella festividad. Cierto que me encantaban la aldea de Krtiny y los
grandes bosques de las inmediaciones; pero Moravia estaba muy distante de mi
tierra natal, que era donde yo hubiese querido pasar la Navidad.
En la parte de la casa que ocupaban
los Dvorak se hacían grandes preparativos para la fiesta. ¡Qué de secretos y
paquetes escondidos! ¡Y qué hermoso árbol de Navidad habían traído del bosque
para adornarlo con luces y presentes!
Mi esposa y yo
habíamos decidido hacernos los ascetas, trabajar durante todas las vacaciones sin prestar
atención a las festividades, y acabar el libro. También habíamos prescindido de hacernos mutuos regalos pero,
naturalmente, queríamos comprar algunas cosillas para los Dvorak, a quienes
habíamos llegado a admirar y querer.
Los presentes fueron tan buenos como
lo permitían nuestros medios: una bufanda de abrigo para el hijo mayor, medias
para los dos siguientes, un vistoso perifollo que ocultaba un frasco de
perfume para la chiquilla de 11 años y una navaja de monte para el chico más
pequeño. Al señor Dvorak le compramos una pipa y tabaco y a María una fuerte
chaqueta de punto de lana para sus largas excursiones invernales a la ciudad,
donde iba a entregar la ropa.
En aquel país se celebra la víspera de
Navidad, o sea la Nochebuena. A eso de las tres de la tarde llevé los regalos
al otro lado del zaguán y los dejé sobre la mesa de la cocina.
María sonrió y me dijo sencillamente
Dekuji vam, que significa muchas gracias. Pero las verdaderas gracias le
centelleaban en los ojos.
Volví a mi trabajo. Aquello no marchaba. Si he de decir verdad, la
máquina de escribir y el libro mismo me parecían detestables.
Cuando cerró la oscuridad, las ventanas
iluminadas de la aldea cortaban sobre el fondo de la noche cuadros de radiante
alegría. Al otro lado del pasillo la fiesta se animaba más y más, en tanto que
nosotros nos sentíamos cada vez más deprimidos. Entonces sonó un golpe en la
puerta.
Uno de los chicos venía a preguntarnos
si no queríamos ir a ver el árbol iluminado. La timidez hizo que las palabras
de invitación se le atropellasen en la boca. Aquello era ya demasiado. ¿Cómo
podía mantener mi espartana entereza, si tenía que asistir al gozo de la
familia Dvorak? Entré y dije a mi esposa: «No me gusta ir, pero creo que es
inevitable. ¡Lo agradecerán tanto!»
Al otro lado del zaguán, el señor Dvorak
encendía solemne y cuidadosamente las velas una por una—el árbol era precioso.
María permanecía aún en la cocina. La cena estaba dispuesta en la mesa con
manteles blancos... ¡Espléndida
mesa agobiada bajo el peso de los manjares—sopa, pescado, carnes, aves,
legumbres, dulces, vistosas tartas y una esbelta botella de vino! Y
los paquetes de regalos, todavía sin abrir, al pie del árbol.
Aquel cuadro era el más adecuado para
que un extraño se sintiese infinitamente distante de la tierra natal. Se me
atravesó un nudo en la garganta. Después de cambiar felicitaciones con
todos, nos volvimos a nuestra media casa sin adornos navideños, sintiéndonos más desventurados que
antes.
Abrí la puerta resignado pero me quedé
atónito.
Había ocurrido algo increíble. Mientras
mi mujer y yo estábamos al otro lado del zaguán, María ¡que Dios la bendiga! se había llegado a nuestra cocina
para traernos la Navidad. Nuestra mesa estaba cubierta con un mantel blanco,
como la suya. Lucían
en ella plantas y velas de Navidad, platos y cubiertos, la misma cena suculenta del
otro lado del zaguán, hasta igual esbelta botella de vino María nos había contado a nosotros los extranjeros entre
su familia para compartir lo mejor y más suyo que podía dar.
Aquella noche no trabajé más. Fue una de las cenas de Navidad
más felices de que he gozado en la vida
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