“CARGAMENTO
DE INOCENTES”
(Condensado
de Ken”)
POR
LAURENCE KIRK
UN DÍA DEL VERANO DE 1937, el
flamante cazatorpederos británico Tremendous navegaba pausadamente
cerca de la costa norte de España, la' cual estaba encargado de vigilar,
cuando llegó el siguiente mensaje inalámbrico para el comandante:
ESTÉ LISTO ESCOLTAR PESQUERO
FRANCES ARGONNE QUE SE HARA CARGO REFUGIADOS ESPAÑOLES.
Cuarenta y ocho horas después llegó
un nuevo mensaje que ordenaba:
PESQUERO FRANCÉS RETRASADO. DISPÓNGASE
RECIBIR A BORDO CUARENTA Y DOS REFUGIADOS AL AMANECER.
Mucho antes de apuntar el día,
hallábase el Tremendous en el punto indicado, con los cañones
listos para hacer frente a cualquier emergencia. De la bruma matinal
surgieron dos barcas pesqueras que avanzaron en silencio hasta colocarse al costado
del buque de guerra. Un mensajero subió al puente.
—A la orden, mi comandante.
Copia de la lista de refugiados.
Los ojos del comandante se
dilataron de asombro cuando empezó a leer:
I. José Ramón Esquerra,
7 meses.
Huérfano.
2. María Dolores Carrión, 1 año y 2 meses. Huérfana.
3. Manolo Juan Uscavilla, 2 meses. Huérfano.
El comandante suspendió la lectura
para presenciar el ingreso de sus extraños huéspedes. Uno tras otro subían en
brazos a bordo, pasaban la inspección del contramaestre y eran solemnemente entregados
a los marineros formados en fila. El joven teniente que estaba de servicio,
dirigía de cuando en cuando miradas angustiosas al puente, como si temiese que
de allí cayera repentinamente un rayo. Pero el comandante se había quedado
mudo. Contó veintidós criaturas, seguidas por un lamentable desfile de diez
mujeres, siete de las cuales llevaban también sus niños en brazos.
Una nube de langosta que,
precipitándose sobre el buque, hubiese empezadd a devorar los objetos de
metal, no habría sido causa de mayor asombro para el comandante. Estaba mirando
absorto la increíble escena, cuando uno de los niños mayores se apartó del
marinero que le servía de nodriza, dio unos cuantos pasos con piececillos
vacilantes, y abriendo de par en par la boca, lanzó un tremebundo chillido. Aquello
fue la señal para que sus compañeros pusieran en actividad las cuerdas vocales.
Un instante después, el desafinado coro de llantos infantiles hacía
estremecer el barco de proa a popa.
El comandante hizo llamar al contramaestre
y le consultó:
— ¿Qué podemos hacer, Huggins?
¿Quién va a cuidar de esos chiquillos?
—Me parece que habremos de
cuidarlos nosotros, mi comandante.
=Eso parece. ¿Ha verificado la
listó? ¿Están todos presentes y en regla ? —Pues... sí y no, mi comandante.
— ¿Cómo es eso? ¿Que quiere
decir con sí y no ?
—Verá, mi comandante. Tres de
los chiquillos están por nacer todavía.
—¡Pero, por Dios, Huggins! ¡En
un barco de guerra no pueden nacer criaturas!
—Sin duda, mi comandante. Pero
si ese pesquero francés no llega pronto, tendrá mi comandante que permitirlo.
El comandante se pasó la mano por
la frente como para enjugarse el sudor. Huggins continuó cuadrado ante el jefe.
Luego preguntó:
— ¿Alguna otra orden, mi comandante
?
—No, no. Nada más, por ahora. Toda
aquella mañana, el éter vibró con los mensajes angustiosos que enviaba el
Tremendous:
TENGO DIEZ MUJERES Y TREINTA Y DOS
BEBÉS A BORDO. ¿QUÉ HAGO CON ELLOS ?
La nave capitana, que se hallaba a
buena distancia del conflicto,
respondió impasible:
ESPERE PESQUERO FRANCÉS Y DELES DE
COMER. SUPONEMOS DISPONE DE BASTANTE LECHE CONDENSADA. NO ACONSEJAMOS DARLES
RACIÓN DE RON.
El Tremendous contestó con una consulta
más angustiosa aún:
ENTRE LOS REFUGIADOS HAY TRES MUJERES
QUE PUEDEN DAR A LUZ DE UN MOMENTO A OTRO. FAVOR DE DARME INSTRUCCIONES.
Esta vez la respuesta fue algo más
alentadora:
PESQUERO FRANCÉS LLEGARÁ CON ENFERMERAS
EN 48 HORAS. RETRASE ACONTECIMIENTOS, SI ES POSIBLE.
El comandante comprendió que nada
podía esperar de la nave capitana. El puente de mando y su cámara parecían ser
las únicas partes del barco que no estaban invadidas por la escandalosa
chiquillería. Le daba miedo abandonar aquel oásis, pero se impuso el deber de
hacer una inspección sin carácter oficial. Varias escenas extrañas se desarrollaron
entonces ante sus ojos: el marinero Mac-Ilroy intentando hacer el saludo
reglamentario con un chiquillo en cada brazo; una mujer de faz inexpresiva
espulgando mecánicamente los harapos del niño que apretaba contra su pecho;
una chiquilla de tres años que sujetaba con firme decisión a un hermanito de
dos, y trataba de aparentar que aquel mundo de hierro no le inspiraba
miedo; y, finalmente, el marinero Farrier esforzándose por consolar a una
pobre mujer que tiritaba empapada de pies a cabeza: «No se afane—le
decía-,, Voy a traerle una raza de té bien calíente. Eso la hará
sentirse mejor».
La mujer miraba desolada al
marinero sin comprenderle. El comandante dio una zancada, para pasar sobre
un chiquillo que se le atravesó gateando, y continuó su inspección.
Todas las mujeres tenían la misma
mirada de aflicción y desesperanza. Los hermosos ojos oscuros de las
criaturas parecían demasiado grandes para sus caritas escuálidas. El
comandante siguió su camino sin decir palabra, rígido e inconmovible, pero,
cuando regresó al puente exclamó apasionadamente dirigiéndose al marinero de
guardia:
—¡Malditos sean todos los que
empiezan una guerra!
—Sí, mi comandante—, repuso
el marinero en el mismo tono que contestaba a cuanto le decía el jefe.
Luego el comandante volvió a llamar
al contramaestre.
—¿Dónde alojaremos a esas
mujeres, Huggins ?
—Las alojaremos en el
dormitorid` de la tripulación, mi comandante. Los marineros dormirán sobre
cubierta.
—Bueno... ¿y las otras tres ?
—Los oficiales les han cedido
sus cámaras, mi comandante.
—Muy bien. Y esos chiquillos,
Huggins. Hay que bañarlos y cuidar de ellos. —Sí, mi comandante.
—Haga formar a los marineros
casados. En seguida.
—Está bien, mi comandante.
A poco rato, el comandante pasaba
revista a la fila de marineros casados, mientras Huggins daba instrucciones y
asignaba a cada uno de ellos dos criaturitas y una bañadera de lata.
Durante las siguientes 24 horas, la
chiquillería fue sometida a una estricta disciplina mitad naval y mitad casera.
El momento culminante era el del baño, a las seis de la tarde. Todas las
bañaderas se ponían en fila sobre cubierta. Al sonido de un silbato, los
marineros casados avanzaban con un chiquillo debajo de cada brazo. Al segundo
silbido desnudaban a las criaturas. Al tercero, procedían a la limpieza. Era
la señal para que empezaran a desgarrar el aire los terribles clarines de la
protesta infantil. Pero no tardaba en apaciguarse el alboroto, y el comandante,
que observaba el espectáculo desde el puente, veía con satisfacción que varios
chiquillos pasaban del llanto a la risa.
Se habilitó un sitio para que
jugaran, cerca de los lanzatorpedos, en medio del buque, y los marineros
casados hacían su servicio de guardia allí, en vez de hacerlo en los puestos de
costumbre.
Quedaban por resolver otros asuntos
más serios. Toda aquella noche, el carpintero del buque, a quien se encargó de
la sala de maternidad por ser esposo de -una comadrona, envió al comandante mensajes
constantes, y el comandante envió otros tantos a la nave capitana. Las noticias
de ésta eran tranquilizadorás, y las del carpintero no llegaban todavía a ser
alarmantes. Un teniente resumió la situación en esta frase: «las tres mujeres
siguen con lo suyo, mi comandante»..
Pero al rayar el día se presentó en
el puente de mando un mensajero.
—A la orden, mi comandante. La
Pérez ha dado a luz un niño. Madre e hijo están bien.
El comandante se apoyó en la barandilla
del puente, dando un suspiro de alivio. Pero casi instantáneamente llegó un
nuevo mensaje de la nave capitana:
PESQUERO FRANCÉS VARADO. SENTIMOS
NO PODER PRESTAR OTRO AUXILIO. EN CASO URGENCIA HAGA RUMBO A BURDEOS Y
DESEMBARQUE MUJERES VAN A SER MADRES. SI PUEDE ESPERAR VAYA DIRECTAMENTE A
PORTLAND CON TODOS LOS REFUGIADOS, BUENA SUERTE.
Vibraban las órdenes para que el
buque hiciese rumbo a Burdeos a toda marcha, cuando se presentó en el puente
otro mensajero.
—A la orden, mi comandante.'
La Cheverra ha dado a luz una niña. Madre e hija se encuentran bien.
La sencillez con que se resolvía el
conflicto hizo mella en el ánimo del comandante. Empezó por pensar que se
habían exagerado mucho las dificultades de traer criaturas al mundo. Le pareció
que si la armada de Su Majestad Británica se encargaba de aquel menester, lo
haría mejor que nadie. Además, él nunca habla dejado una tarea sin terminar y,
lleno de confianza, decidió que su buque y sus hombres eran capaces de hacer
frente a cualquier situación. En consecuencia, celebró rápida consulta con el
contramaestre Huggins, cambió las órdenes, y el Tremendous rectificó el rumbo
y se dirigió a Portland.
Todo fue bien durante el primer
día. El sol brilló en el cielo y los chiquillos se divirtieron jugando en el
lugar de recreo y tomando parte en el desfile del baño. Hasta algunas de las
mujeres empezaron a dar señales de sentir la alegría de vivir. Pero a las ocho
del siguiente día, le llegó la hora a la tercera mujer. El caso fue muy
diferente de los dos anteriores.
El apuro duró 16 horas. Toda
la dotación del buque sabía que si hubiesen ido a Burdeos no estarían en las
que estaban. Los 125 oficiales y marineros sentían comprometido el honor del
Tremendous y, cuando el servicio los dejaba libres, se paseaban impacientes
y nerviosos, con las manos a la espalda, como maridos que esperan la llegada de
su primogénito.
Durante horas y horas salieron
mensajes desconsoladores de la improvisada sala de obstetricia. Pero, al fin,
después de una noche de insomnio, "un mensajero subió corriendo al puente.
—¡Todo bien, todo bien!—gritó
jubiloso. Pero recobró inmediatamente la compostura y se disculpó: —¡Perdón,
mi comandante! ¡A la orden, mi comandante! De parte del carpintero. La
escarmota ha dado a luz un niño. Madre e hijo están perfectamente.
El comandante volvió a sentirse
dueño de sí mismo. Ni siquiera pestañeó.
—¡Lo celebro! —repuso—. Felicite
en mi nombre al carpintero, y diga al contramaestre que dé a todos una ración
especial de ron.
La entrada del cazatorpedero en el
puerto de Weymouth fue un triunfo. La mitad de la flota metropolitana estaba
concentrada en el puerto y la historia era ya conocida de todos. Con las
cornetas y otras señales saludaron el paso del Tremendous. El
comandante se sentía satisfecho. Le habían dado un encargo y lo había cumplido
sin ayuda y sin pérdidas. Cuando pasó ante el buque almirante, toda la
carga de chiquillos formó ante la dotación para el saludo de ordenanza.
Según parece, a instancias de su
esposa, el almirante escribió después al ministerio de Marina pidiendo que
los nombres Pérez, Cheverra y Escarmota se incluyesen permanentemente
en la relación de «Hechos de Guerra » del Tremendous.
La petición fue denegada ásperamente
por el ministerio; pero algunos creen que tal negativa fue una gran
equivocación.
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