sábado, 10 de septiembre de 2016

PODER DE LA ORACION


No cree usted en el poder

 de la oración .. .?



(Condensado de «Cosmopolitas»)
Por Percy Waxman

En las noches de la selva.

bajo el Mudo,firmamento.

los hombres le hablan a Dios

y Dios escucha su acento.



EL DOCTOR LIVINGSTONE Se empeñó una vez en hacerle entender a un reyezuelo africano cómo era el hielo. El jefecillo acogió la explicación del misionero con una carcajada de burla. No había visto nunca hielo y no creía una sola palabra de lo que Livingstone le de­cía.

El mundo está lleno de escépticos que, a semejanza de aquel salvaje africano, no creen en la existencia y realidad de lo que no se puede percibir con los sentidos.

Habiéndosele preguntado qué diría si viese una barra de acero flotando en el aire, cierto físico famoso contestó: «Pues, mire usted, si yo viese tal cosa, pensaría que se había suspendido temporalmente la acción de una ley natural ».

El gran biólogo Tomás Huxley, cuan­do le hicieron la misma pregunta, respon­dió: «Si yo viese un lingote de acero flo­tando en el espacio, lo consideraría una prueba de la existencia de una ley natural ignorada por mí».

De todas partes del mundo nos están llegando ahora testimonios del poder de la oración. A nadie debe sorprender que, en instantes de suprema angustia, los hombres impetren el auxilio de algún Poder exterior y superior a ellos. Lo úni­co sorprendente en eso es que nos sor­prendamos de un impulso tan natural y constante. Raro será el hombre que no sienta cierto espiritual anhelo, que no intuya, allá en lo íntimo de su ser, la exis­tencia de un Poder hacia el cual, de un modo involuntario, inconsciente, eleva los ojos y el alma.

El mayor Allen Lindberg, de West­field, Nueva Jersey, piloto de una fortaleza volante, cayó al mar con toda la do­tación de la aeronave. Eran diez en total. Iban a Australia.

«Escasamente tuvimos tiempo», cuen­ta el propio mayor, «de meternos en un par de balsas de caucho. No pudimos to­mar del avión ni una miga de pan, ni una gota de agua. Estábamos todos bastante abatidos; todos, menos el sargento Alber­to Hernández, de Dallas, nuestro artillero de cola. Apenas nos acomodamos en las balsas, Hernández empezó a rezar fervo­rosamente. A los pocos instantes nos dejó atónitos al comunicarnos que tenía la se­guridad de que Dios lo había escuchado y nos sacaría del trance ».

A merced de las olas, bajo un sol abra­sador, con los labios demasiado resecos y agrietados y la lengua demasiado hin­chada para acompañar a Hernández en sus cánticos religiosos, los aviadores ora­ban en silencio. A los tres días, poco antes del anochecer, divisaron el perfil de un Is­lote. No querían dar crédito a lo que sus ojos vieron minutos después: tres canoas llenas de remeros desnudos que boga­ban hacia las balsas. Eran aborígenes aus­tralianos, pescadores de negra piel y ca­bezas de extraña forma. Procedían de tie­rra firme, y llevaban navegando centena­res de millas. Le contaron a Lindberg que, el día antes, cuando iban de vuelta a su país, con la pesca que habían cogido, una fuerza misteriosa los impelió a cambiar de rumbo y dirigirse hacia aquel atolón des­habitado. De aquel islote fué de donde avistaron a Lindberg y sus compañeros.

«Dios se vale de la extrema necesidad del hombre para revelar su poder.» Pa­labras de John Flavel, que vivió en el siglo diecisiete. Verdad religiosa que están comprobando en nuestros días muchas personas que no tenían la costumbre de dirigirse a Dios mediante la oración, y que ahora han visto tenderse hacia ellos, en la hora del supremo riesgo, la mano de la Providencia. Sean cuales fueren los pe­ligros que nos amenacen, la fe en un Poder sobrenatural ahuyenta el miedo y la duda de nuestras almas. Tiene razón el doctor Alexis Carrel cuando dice: «La oración, el manantial más rico de fuerza y de per­fección de que disponen los hombres, es un bien eficacísimo que muchos ignoran o descuidan lamentablemente.
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