Los comediantes, despavoridos, se atropellan en su confusión; y, en cierto
modo gracias a ella, logra escapar.
"¡Han asesinado al Presidente! gritan por todas partes, sin que nadie
sepa quién fue el primero en lanzar la noticia, y sin que casi nadie tampoco
acierte en los primeros momentos a darse cuenta de su cabal significado.
Algunos no salieron de su estupor hasta oír los gritos de Mary. Los cómicos no
sabían ya el lugar de la obra en que se había interrumpido y, aun sin saber
exactamente lo ocurrido, no se atrevían a continuar, en tanto que los
tramoyistas se olvidaban de bajar el telón. El comandante, con un brazo herido,
queriendo salir del palco, se precipita hacia la puerta y, hallándola cerrada,
en forma que no podía abrirla, la hace saltar de un empellón. Médicos,
oficiales, señoras desmayadas, todos atropellándose unos a otros en el mayor
desorden, hasta que entra un piquete de soldados, que amenaza al público con
las bayonetas, lo que aún contribuye a aumentar la confusión. El Presidente es
hallado en su silla, sin sentido, y sangrando abundantemente por la herida de
la cabeza. Entre varias personas lo levantan y, con toda clase de precauciones,
lo sacan a la calle; pero nadie sabe dónde han de llevarlo. De una casa de
enfrente preguntan si se trata de un enfermo, y una vez explicado el caso,
entran allí el cuerpo inerte de Lincoln, y lo depositan sobre la cama del dueño
de la casa.
A la misma hora había entrado el cómplice de Booth en casa de Seward,
teniendo que abrirse paso a punta de cuchillo. Hirió a cuatro hombres y,
hallando al ministro en su lecho, donde yacía enfermo, le apuñaló la cara y el
cuello, y huyó.
El lecho donde fue acostado Lincoln, su lecho de muerte, es demasiado corto
para aquel hombre tan corpulento. No hay más remedio que colocarlo un poco
oblicuo. Nueve horas luchó aquel gigantesco cuerpo con la herida mortal. Nueve
horas de agonía, de terrible estertor, hasta que, a las siete de la mañana,
muere sin haber recobrado el conocimiento; en un lecho extraño, como un
peregrino, y asesinado en Viernes Santo, como un profeta.
Norteamérica enterró al hijo del pueblo como en los tiempos antiguos se
enterraba a los grandes reyes. Se emprendió un largo viaje, para llevar el
cadáver del gran hombre a su país natal, pasando por todos los lugares en que,
cuatro años antes, se detuviera, camino de la capital.
Fueron innumerables las personas que desfilaron ante el féretro antes de
ser depositado en la fosa del pequeño cementerio de Springfield, al lado de la
tumba de su niño, tranquilamente, sin estruendo, como correspondiera al hombre
que fue. Sobre el ataúd, mientras pasaba a través del camposanto, resbalaban
las sombras de amigos y enemigos.
El asesino logró en un principio encontrar un escondite y un médico que le
entablillase la pierna, pero, acosado y perseguido de madriguera en madriguera,
acabó por ser descubierto en un pajar; y, habiéndose negado a rendirse, allí
mismo fue fusilado y quemado. Cuatro de sus cómplices fueron condenados a la
horca; otro de ellos consiguió refugiarse en Europa. El mismo Sur comprendió lo
que había perdido, y el crimen fue calificado de "parricidio".
Lee se hizo profesor y enseñó todavía durante algunos años. Davis se dedicó
a escribir sus Memorias y vivió tranquilamente un cuarto de siglo. Grant fue
elegido Presidente. Mary, por su parte, acabó por perder el poco juicio que le
quedaba. Vendió sus hermosos trajes y tuvo que ser recluida en un manicomio.
Por último, murió olvidada, en la misma casa donde contrajera matrimonio, con
el espíritu todavía en tinieblas.
Los
negros fueron quienes más amargamente lloraron a su libertador. Del mismo modo
que fueron los únicos que lo bendijeron desde el fondo del corazón en vida.
Cantaban himnos en su memoria y decían que su Mesías estaba ahora en el cielo.
Esto mismo creía Tadd, que no sobrevivió a su padre sino un par de años.
Todavía en la Casa Blanca, ante el féretro, había preguntado: "¿Está papá ahora en el cielo? ¿Sí? Entonces me alegro,
pues la verdad es que aquí no era dichoso."
Así fue como, después de Abraham Lincoln, no volvió a verse en toda
Norteamérica un solo inocente que llevase al pie la cadena de esclavo. Porque
él vivió, trabajó y murió asesinado, todos los hombres, a quienes Dios concede
el don de la vida, nacen libres allí.