sábado, 21 de enero de 2017

EL JURAMENTO DE DOS HEROES 947

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA
1889 
— ¿De modo, preguntó Torrigiano, que habéis que- 
dado en que ambos iríamos á verle? 
— Sí, señor, contando con vuestra amabilidad se lo 
he ofrecido. 
— ¿No sería mejor mañana temprano? preguntó 
María. 
— Creo que no debemos faltar, respondió el paje. 
Ya sabéis que cuando una persona es dueña de 
pingües riquezas, no le agrada que se le falte á una 
cita. 
DE DOS HÉROES. 947 
—Es cierto— repuso Torrigiano — es preferible que 
vayamos ahora. 
— ¿Dónde vive ese caballero?— preguntó María. 
— Junto á la Atarazana. 
— ¡Qué lejos! 
— ¿Pero es despreciable el encargo de una nueva 
obra? 
—Ciertamente que no. 
Torrigiano pidió á su esposa la espada y la gorra 
y se puso en pie. • 
—¿Supongo que me acompañaréis á la casa de 
vuestro amigo? 
—Desde luego, con esa idea he venido á buscaros. 
María entregó á su marido las prendas que acaba- 
ba de pedirle. 
—Adiós, esposa mía. 
— Adiós. 
—¿Espero que al volver estarás acostada? 
—No, Pedro, te aguardo. 
El paje y el artista salieron de la estancia seguidos 
de la joven. 
Esta los alumbró con una lámpara de mano hasta 
que hubieron descendido del último peldaño. 
Pedro introdujo la llave en la cerradura de la 
puerta, la hizo girar y salió á la calle. 
El paje le siguió. 
Envuelto en su capa y calado el birrete hasta las 
cejas, esperaba oculto en el quicio de una puerta ve- 
cina don Juan Manrique. 
Garcés le dirigió una rápida ojeada y procuró dis- 
948 EL JURAMENTO 
traer al artista con una pregunta para que no obser- 
vase al hidalgo. 
Pocos instantes después se perdieron en el final de 
la calleja. 
Esta estaba desierta. 
Hasta la ronda acostumbraba á pasar por ella muy 
raras veces. 
Verdad es que era un barrio habitado por judíos 
que casi todos eran laboriosos mercaderes, y por la 
tanto poco aficionados á escándalos y contiendas. 
Manriqueguardó á que sus pasos seerdieran en el 
silencio de la noche, y cuando se hubieron extinguida 
sus rumores lanzó un agudo y prolongado silbido. 
Un escudero que se hallaba oculto á corta distan- 
cia se aproximó. 
Éste colocóse junto á la tapia del patio de Jacob. 
Don Juan subióse sobre sus hombros y escalándo- 
la con una facilidad extraordinaria: 
— Quédate aquí — le dijo: — si adviertes que alguien 
llega, ó me avisas ú obras como sabes hacerlo. 
— Perfectamente — respondió el escudero. 
Don Juan saltó al otro lado de la tapia y dirigió 
una mirada á su alrededor. 
El pequeño jardín estaba desierto. 
Sólo brillaba una luz en el interior de la casa de 
los hebreos. 
Era en la estancia de Esther, que aguardaba llega- 
se la hora de la cita con su amante. 
Manrique titubeó un momento antes de poner en 
práctica sus propósitos. 
DE DOS HÉROES. 949 
No era que á aquel joven libertino le detuviese el 
temor de que pudiera llegar Pedro Torrigiano, ni 
que la ronda hubiera observado lo que acababa de 
hacer. 
Manrique temblaba ante la idea de cómo iba á 
ser recibido por la veneciana. 
Nada intimida tanto á los hombres como la pre- 
sencia de una mujer digna y virtuosa. 
El joven dirigió sus ojos al cielo. 
La esplendidez de aquella bóveda azulada, el va- 
go rumor que producían los árboles, los murmullos 
de la fuente, aquella atmósfera impregnada de aro- 
ma, predisponían su ánimo al amor. 
La estancia de la veneciana también estaba ilu- 
minada. 
Era indudable que velaba. 
Junto á la ventana crecía el robusto tronco de una 
parra, que permitía llegar á ella con facilidad. 
Don Juan se asió á los retorcidos troncos, y apo- 
yando en sus nudos los pies llegó á apoderarse del 
alféizar. 
Entonces dirigió una mirada al interior de la es- 
tancia. 
María, postrada delante de un Crucifijo labrado 
por su esposo, no se había apercibido de la observa- 
ción de que era objeto. 
El libertino la estuvo contemplando un instante. 
Luego penetró en la habitación. 
Apenas había posado su planta sobre el pavimento, 
la veneciana volvió la cabeza. 
950 EL JURAMENTO 
Sus mejillas palidecieron. 
Y un movimiento de terror la obligó á ponerse 
en pie. 
Sin embargo, procuró sacar fuerzas de flaqueza, y 
dirigió al intruso una mirada despreciativa. 
— ¿Os habéis asustado? — preguntó Manrique. 
— ¿Quién no se asusta en presencia de un criminal? 
— ¿Qué decís? 
— ¿Qué nombre merece el que asalta el hogar de 
una familia honrada? 
— Si lo he hecho así, es porque tengo la seguridad 
de que no me hubieseis permitido entrar por la 
puerta. 
— ¿Tenéis razón, mis puertas están siempre cerra- 
das para los infames. 
— Callad, María, callad. 
— Lo necesario es que salgáis de aquí. 
¿Me diréis ahora que habéis venido á contemplar 
la estatua que encargasteis á mi esposo? 
— No, He venido á veros. 
— Ay, D. Juan, no había querido decirle á Pedro 
la falaz conducta que con él observáis, pero vais á 
obligarme á quebrantar mi resolución. 
— Haced lo que gustéis. 
Peor para el. 
— ¿Por qué? 
— Porque ya os he dicho que soy sobrino de don 
íñigo Manrique, que éste me adora y que puedo 
vengarme, cuando lo crea oportuno, de un humilde 
artista y de una mujer tan altiva como vos. 
DE DOS HÉROES. 9§1 
— ¿Y es ese el modo que tenéis de granjearos el 
aprecio de las mujeres? 
 — Cuando no acceden á las súplicas no hay otro 
remedio. 
— Os he dicho que salgáis de aquí. 
— Lo he escuchado. 
— ¿Y sois tan mal caballero que no atendéis á las 
súplicas de una dama? 
— María, ya comprenderéis que cuando he venido 
no es para alejarme tan pronto. 
— Pediré socorro. 
— Y no os escucharán. La calle está desierta. 
— Apelaré á los vecinos. 
— ¿Y qué han de hacerme esos miserables hebreos^ 
sobre los que no tardará en caer el rigor de la ley? 
¡Desventurados de ellos si atentasen contra mí! 

EL JURAMENTO DE DOS HEROES - 946

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA
1889 
— ¿Y qué opináis? 
— Adivino á través de tus ojos, repuso el caba- 
llero tuteando al paje, un espíritu emprendedor que 
no se amedrenta por los grandes obstáculos ni re- 
para en los medios con tal de llegar al fin que se pro- 
pone. 
— Veo que sois un buen observador. 
— Aunque joven, conozco el mundo, amigo mío  
respondió Manrique. 
Y luego prosiguió: 
— ¿Amas á Esther? 
— ¿Es posible que no se la ame después de haber 
contemplado su hermosura? 
DE DOS HÉROES. 939 
— Con efecto, es el verdadero tipo de las hijas de 
Sión. 
¿De manera, que por conseguir honores y riquezas 
harías cuanto te propusiesen? 
— Sólo con las segundas me contentaba. 
— Pues en ese caso podemos hablar. 
Yo amo también á una mujer. 
—Ahora podría deciros que, aunque no poseía el 
don de la vista cuando tuve la honra de conoceros, 
también pude observar con los ojos de la malicia 
quién es esa mujer. 
— Dímelo pues. 
— La esposa del escultor Pedro Torrigiano. 
— ¡Fuego de Dios! que esto me convence todavía 
más de que eres un perillán que vislumbra más largo 
que un lince! 
— ¿No es cierto lo que os he dicho? 
— ¿A qué negarlo? 
Es una veneciana tan esquiva como encantadora. 
— ¿Y qué deseáis de mí? preguntó el paje. 
El caballero, por toda respuesta arrojó desdeñosa- 
mente sobre la mesa una bolsa repleta de oro y pre- 
guntó: 
— ¿Quieres ganar esta cantidad? 
— ¡Buena pregunta! 
¿Acaso habría alguno que la desdeñase? 
¿ué he de hacer para que sea mía? 
— Poca cosa, si se refiere al trabajo que te ocasione; 
mucho, si la mides con la conciencia. 
— En ese caso hablad. 
940 EL JURAMENTO 
Con objeto de que me parezca más llevadero, pro- 
curaré prescindir de la conciencia. 
Y al decir esto, apuró de un solo trago el rojo licor 
que contenía el vaso. 
— ¿Supongo que visitarás con frecuencia á tus 
protectores? 
— Preciso me es hacerlo todos los días. 
— ¿Y que tampoco dejarás de concurrir al taller de 
Torrigiano? 
— ¿Por qué no? 
— Pues es necesario que mañana le digas al escul- 
tor que un caballero desea verle para encargarle una 
nueva estatua. 
Ese caballero es un amigo mío. 
Yo le rogaré que entretenga al artista, y mientras 
hablaré con su esposa. 
— ¿Pero acedera á daros entrada en su casa? 
— ¿Tan elevadas son las ventanas que caen sobre 
el jardín del hebreo Jacob que no puedan escalarse? 
— Os comprendo. 
— ¿Y aceptas? 
El paje dudó un momento. 
— Debo advertirte— dijo Manrique, que esta can- 
tidad es el premio que te ofrezco por el servicio que 
reclamo. 
Más adelante necesitaré de ti y puedes contar con 
mayores recompensas. 
— Acepto — respondió Garcés. 
— En ese caso, el oro es tuyo. 
Don Juan manifestó al paje las señas del caballero 
DE DOS HÉROES. 941 
que había de citar al escultor, y que vivía en las in- 
mediaciones de la fortaleza de Triana. 
— ¿A qué hora iréis mañana? 
— A las tres de la tarde. 
— ¿En qué sitio os espero? 
— En la propia calle donde habita Torrigiano. 
Mi deseo es verle salir, y cuando comprenda que 
María está sola.... 
— ¿ Entrar? 
— Es natural. 
Manrique y Garcés se despidieron. 
El segundo recogió la bolsa de oro, y aventuróse 
por las calles de la ciudad con la satisfacción del 
hombre que acaba de hacer un buen negocio. 
CAPITULO XCVI. 
Una amenaza Infame. 
Llegó la noche. 
Espléndida y serena como casi todas las de aquel 
hermoso país. 
Multitud de estrellas esmaltaban el firmamento. 
Los naranjos que adornaban el pequeño jardín de 
Jacob sentían mecidas sus hojas por el leve impulso 
de la brisa. 
Garcés se dirigió á la morada del escultor. 
Este, que había terminado momentos antes sus co- 
tidianas tareas, hallábase junto al hogar con su es- 
posa. 
La gentil veneciana había recuperado su tranquili- 
dad, viendo que las visitas de Manrique eran menos 
frecuentes. 
Creyó qué todo fué no más que un capricho pasa- 
jero y que el hidalgo, cansado de sus desdenes, no 
volvería á insistir en sus proposiciones de amor. 
Los esposos sostenían un animado diálogo, cuando 
oyeron el golpe que produjo la aldaba en la puerta. 
944 EL JURAMENTO 
— ¿Quién llamará á estas horas? — preguntó el es- 
cultor. 
— ¡Es extraño! 
— Anda, María, asómate al postigo. 
La venenciana obedeció. 
— ¿Quién sois? 
— Abrid, soy yo — respondió el paje. 
— Es el compañero de Esther — dijo María, y to- 
mando una lámpara dirigióse de nuevo hacia la 
puerta. 
— Buenas noches, María, de seguro que os habrá 
sorprendido que venga á estas horas. 
— De ningún modo, ya sabéis que nuestra casa 
siempre está abierta para vos. 
—¿Está D. Pedro? 
— Sí, hace un instante que ha dejado de trabajar., 
Ya sabéis que él no acostumbra á salir de noche. 
— Y sin embargo yo vengo con el propósito de 
hacer que pierda por un momento esa costumbre. 
María y el paje penetraron en la estancia en que 
se hallaba el escultor. 
Este saludó á Garcés con la amabilidad que le era 
peculiar. 
— ¿Cuál es la causa de tan agradable visita? — pre- 
guntó al paje. 
— Pues vengo á proponeros un negocio. 
— ¡Un negocio! 
— Sí, señor. 
 — Sentaos pues, y hablad. 
— No, no me siento, tengo prisa. 
DE DOS HÉROES. 945 
— Como queráis. 
— Ya sabéis que hoy he dejado de ser vuestro vecino. 
— Lo ignoraba. 
{Cómo ha sido eso? 
— Porque como, gracias á Dios, ya he recuperado 
la vista, no quería seguir gravando los intereses de 
mis protectores. 
— Es una delicadeza digna de elogio. 
— Por lo menos era mi deber. 
El viejo Jacob quiso entregarme una cantidad para 
que atendiese á mis primeras necesidades, pero yo 
me he negado á aceptarla. 
— ¿Por qué? 
— Porque ya les debía muchos favores, y no creo 
que era digno imponerles un nuevo sacrificio. 
 Salí, pues, aunque con el firme propósito de visi- 
tarlos diariamente, y me encaminé hacia el palacio 
de un noble á quien conozco hace algún tiempo. 
Mi objeto era pedirle alguna recomendación, ó que 
me hiciese paje suyo, como lo he sido de otros ca- 
balleros. 
Aquél me recibió perfectamente, escuchando mi 
petición y preguntándome qué me había hecho desde 
mi salida de Córdoba. 
Yo le referí mis desgracias. 
Le hablé de la caridad de Jacob y su familia, y no 
recuerdo cómo ni por qué también le dije que os co- 
nocía. 
— ¡Ah! exclamó, es un escultor florentino que vale 
mucho. 
119 
946 EL JURAMENTO 
Sus obras son inspiradísimas. 
No sabes los deseos que tengo de encargarle una 
escultura. 
— No tendréis muchos, cuando vivís en la misma 
ciudad y no lo habéis hecho, le respondí. 
— Pues no creas que no es como te digo, pero es- 
toy muy ocupado, el artista vive lejos, y se pasan 
los días sin que le haya hecho mis encargos. 
 Comprendiendo yo, prosiguió el paje, que no ha- 
bíais de arrepentiros por trabajar para él, pues es 
hombre que posee riquezas y paga con desprendi- 
miento, le pregunté si quería que os llevase á su 
casa, á lo que me respondió afirmativamente. 
 — ¿Cuándo deseáis que venga? 
— Esta misma noche, me dijo. 
— ¿Hora? 
— A las diez. 
Y aunque me pareció algo intempestiva, no pude 
extrañarla, pues como joven es amigo de retirarse 
tarde. 

EL JURAMENTO DE DOS HEROES -937

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS 
ESPAÑA
1889 
Entonces el desconocido dirigió sus ojos negros 
como el azabache á los circunstantes, y al fijarlos en 
Garcés hizo un movimiento de sorpresa. 
El paje pudo observarlo perfectamente. 
No recordaba, sin embargo, haber visto jamás ai 
caballero. 
— Permitidme que os haga una pregunta, dijo éste. 
— ¿Qué deseáis? 
— ¿Tenéis en la ciudad un hermano que se halla 
privado de la vista? 
— No, señor; no tengo hermano; el que padecía esa 
desgracia era yo, que es sin duda alguna á quien os 
referís. 
— Con efecto; era imposible una semejanza tan 
completa. 
— ¿Pero dónde me habéis visto? Yo no he salido de 
la casa de mis protectores durante el período de mi 
enfermedad. 
— ¿No recordáis haber acompañado á una joven 
hebrea que servía de modelo para una de sus obras 
al escultor Torrigiano? 
— Ciertamente que sí. 
— Pues en esa casa os he visto dos veces. 
— ¿Luego sois D. Juan Manrique, el sobrino del 
arzobispo de esta ciudad? 
DE DOS HÉROES. 
— El mismo, respondió el joven acariciando su 
barba fina como la seda. 
— Con efecto, ahora recuerdo vuestro acento, que 
era por lo único que podía haberos conocido. 
— Veo con satisfacción que ya estáis bien. 
— Sí, señor, me he curado radicalmente. 
¿Y seguís visitando á Torrigiano? 
— Hace algunos días que no voy á su casa. 
— ¿Se terminó la santa Cecilia? 
— No, pero como ha empezado la escultura que 
vos le encargasteis, tuvo necesidad de suspender todos 
los trabajos. 
Manrique abandonó su asiento y ocupó uno que 
se hallaba junto á la misma mesa del paje. 
— Ya que hemos tenido la suerte de encontrarnos, 
consumiremos la botella que he encargado y habla- 
remos de un asunto de interés. 
— Estoy á vuestras órdenes. 
— ¿Hace mucho que conocéis á Torrigiano? 
— No, señor.  
— Aunque mi pregunta os parezca extraña, desea- 
ría que me dijeseis cómo le conocisteis. 
— Pues nada más fácil que satisfacer vuestra cu- 
riosidad. 
Yo era paje de un caballero que vivía en Córdoba. 
Me comisionó para que llevase á un amigo suyo una 
cantidad respetable, pero tuve la desgracia de trope- 
zar con unos bandidos que, después de arrebatarme 
cuanto llevaba, me dejaron atado á un árbol. 
Como si mi situación no fuese bastante desespera- 
936 EL JURAMENTO 
da, descargó en aquellos sitios una horrible tormen- 
ta, y el ígneo fulgor de un rayo me dejó ciego. 
Mi muerte era segura, y así lo creía, cuando algún 
tiempo después acertó á pasar por aquel paraje una 
familia de mercaderes hebreos que, compadecidos de 
mi desgracia, me condujeron á esta ciudad. 
Desde entonces me consideraron como á uno de 
los individuos de su familia, y no omitieron medio 
para curarme. 
— Parece imposible que unos judíos tengan un 
corazón tan hermoso. 
— Con efecto; pero como no hay regla sin excep- 
ción, ellos me demostraron que eran buenos y gene- 
rosos, aunque casi todos los de su raza sean dados á 
la usura y á la avaricia. 
Una tarde— prosiguió el paje — hallábame en el pe- 
queño jardín que poseen mis protectores, acompa- 
do de Esther, que es la joven que habéis visto con- 
go. 
Nuestro diálogo fué interrumpido por la voz de un 
intruso. 
Yo preguntaba á mi compañera si era hermosa, y 
un acento varonil me respondió afirmativamente. 
Era D. Pedro Torrigiano, que, asomado á la ven- 
tana de su taller, había oído nuestra conversación. 
— ¿Luego esa ventana cae sobre el jardín de los 
hebreos? 
— Sí, señor. 
— Comprendo el final de vuestro relato. 
Aquella respuesta del artista sirvió de base á núes- 
DE DOS HÉROES. 937 
tra amistad, y más tarde suplicó á Esther que le 
permitiese trasladar sus facciones al mármol. 
— Perfectamente. 
¿Y qué opináis respecto á Torrigiano? 
— Parece un hombre probo y trabajador. 
— ¿De manera, que seguís al lado de vuestros pro- 
tectores? 
— He permanecido en su casa hasta hace pocas 
horas. 
— ¿Pero qué, no vivís allí? — preguntó D. Juan, con- 
trariado con aquella noticia. 
— No, señor. 
— ¿Por qué? 
— Existían dos poderosas razones para que no lo 
hiciese. 
En primer lugar, porque habiendo recuperado la 
vista no he creído digno seguir viviendo á expensas 
del viejo Jacob, y además... 
— Proseguid. 
— Porque el hebreo ha notado que amo á su hija, 
y no hubiese consentido jamás que permaneciese en 
su casa. 
— ¿Pues á qué aspira ese viejo israelita? 
— Aspira á que yo me case con Esther cuando ha- 
ya asegurado mi porvenir. 
— ¿Y ese es el que no revela jamás sus ideas mer- 
cenarias? 
— Señor, en parte no le falta razón. 
— ¿En qué os ocupáis ahora? 
 Garcés se encogió de hombros. 
11S 
938 EL JURAMENTO 
— Todavía ignoro lo que haré. 
No conozco á nadie en la ciudad. 
— Pues bien, yo voy á haceros una proposición en 
secreto. 
t — Hablad, siempre me he preciado de poseer esa 
cualidad. 
— Ante todo debo advertiros una cosa. 
Yo me precio de conocer á los hombres aunque 
no los haya tratado muy profundamente, por eso 
no dudo en hablaros. 
— ¿Luego habéis formado opinión de mí? 
— Sí, y voy á decírosla con franqueza. 
Cuando pude veros en la casa de Torrigiano me 
parecisteis un alma candida, uno de esos seres que 
agobiados por el infortunio se han resignado á vivir 
de ilusiones. 
Ahora he cambiado el concepto que de vos formé. 
— ¿Y qué opináis? 

—

viernes, 20 de enero de 2017

EL JURAMENTO DE DOS HEROES- 930

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA 1889
 — Le diré, que habiendo cambiado mis condiciones 
no me permite la delicadeza continuar en su casa. 
— ¿Y si te ofrece recursos para empezar tu trabajo 
los aceptarás? 
— Eso nunca, Esther. 
— ¿Por qué? 
— Porque quiero demostrarle que el humilde ciego 
que recogió por caridad en el bosque, no es tan inepto 
que no sepa buscar la base de su fortuna. 
— ¿Y te marcharás hoy mismo? preguntó la hebrea 
lanzando un suspiro. 
— Sí, pero espero que esta noche me aguardes aso- 
mada á la ventana. 
Yo subiré por ella. 
Es necesario que hablemos de nuestro porvenir. 
— Bien, haré lo que me exiges. 
— Ahora quédate aquí. 
930 EL JURAMENTO 
Yo voy á buscar á tu padre, y no conviene que 
nos vea entrar juntos. 
Creería que tú me has aconsejado lo que voy á 
hacer, y no se engañaba después de todo. 
— ¿Piensas hablarle de nuestro amor? 
— No encuentro la ocasión propicia. 
Mientras no haya resuelto lo que desea, ¿para qué? 
— Como quieras. 
El paje se separó de la hebrea, entrando en la casa. 
El viejo Jacob leía un libro al lado del hogar. 
Al ver al joven dirigióle una cariñosa mirada. 
— Jacob — le dijo — si no fuera por interrumpir 
vuestra lectura desearía hablaros. 
— Habla, pues, hijo mío, me he puesto á leer para 
disipar el tedio. 
— Temería que mis palabras os hicieran suponer 
una ingratitud que jamás he demostrado. 
— No te comprendo. 
— Me explicaré. 
Yo nunca puedo olvidar lo mucho ques os debo. 
Habéis sido mis protectores, y si hoy disfruto del be- 
neficio de la vista, es gracias á vuestra solicitud y á 
vuestra caridad. 
— No hablemos de eso. 
Deber de todos los hombres es practicarla. 
— Sin embargo, pocos son los que cumplen con 
esos sagrados deberes. 
Ahora bien, vos que sois anciano y tenéis por la 
DE DOS HÉROES. 931 
tanto experiencia, comprenderéis que desde el ins- 
tante en que me hallo en el uso de mis facultades 
para trabajar debo hacerlo. 
No dudo que sería más cómodo permanecer aquí, 
pero nunca conseguiría poseer una fortuna que, gran- 
de ó pequeña, debe ser la aspiración de todo hombre 
honrado. 
— Es verdad, hijo mío, exclamó Jacob aprobando 
la conducta del paje. 
— Vengo por lo tanto á daros las gracias por lo 
que conmigo habéis hecho, y á despedirme. 
— Pero, ¿cómo, te marchas de Sevilla? 
— No, señor, diariamente vendré á visitaros y á 
bendeciros. 
Si algún día realizo mis aspiraciones, tened por se- 
guro que procuraré volver á vivir bajo vuestro mis- 
mo techo. 
Jacob comprendió el sentido de aquellas palabras. 
Luego se levantó, y abriendo un arca que había en 
la estancia, sacó de ella una bolsa llena de monedas 
de plata. 
— Toma, hijo mío, dijo á Garcés, aquí tienes esta 
pequeña suma para que atiendas á tus primeros 
gastos, y ojalá sea la base de tu prosperidad. 
El paje la rechazó con estas palabras: 
— Gracias, Jacob, no quiero aumentar un eslabón 
más á la cadena de los beneficios que me habéis he- 
cho. 
— ¿Te niegas á aceptarla? 
—Me niego, no por orgullo, que mal puedo tenerlo 
932 EL JURAMENTO DE DOS HÉROES. 
con mis protectores; pero quisiera demostrarles que 
sé luchar y vencer en las circunstancias difíciles. 
El hebreo insistió, pero sus esfuerzos fueron va- 
nos. 
Una hora después, el paje salía de aquella casa 
donde todos le habían recibido con los brazos abier- 
tos y lo despedían con lágrimas en los ojos. 
CAPITULO XCV. 
Donde Garcés empieza a demostrar de nuevo 
sus malos ínstintos. 
Garcés recapacitó un instante sobre el partido que 
debía tomar. 
Hallábase en una ciudad desconocida y no sabía 
adonde recurrir. 
Aventuróse por las calles donde se hacían grandes 
preparativos para recibir á los reyes que deberían 
llegar pocos días después, y cuando sé sintió fatigado 
penetró en una hostería de las calles más céntricas, 
dispuesto á descansar un instante , pues no podía 
abrigar otro objeto sin poseer recursos. 
Ocupó, pues, uno de los bancos que se hallaban ai 
rededor de la estancia. 
No habrían pasado cinco minutos, cuando la puer- 
ta se abrió de nuevo, dando paso á un doncel que 
ocultaba su rostro en los pliegues de su capa de gra- 
na y oro. 
El hidalgo sentóse junto á la mesa que estaba al 
lado de la de Garcés y se descubrió.
 934 EL JURAMENTO 
Era un gallardo mancebo. 
Ei hostelero acudió á preguntarle lo que deseaba 
tomar. 
— Tráete una botella y algún marisco. 
El dueño del establecimiento apresuróse á servirle. 
Entonces el desconocido dirigió sus ojos negros 
como el azabache á los circunstantes, y al fijarlos en 
Garcés hizo un movimiento de sorpresa. 
El paje pudo observarlo perfectamente. 
No recordaba, sin embargo, haber visto jamás ai 
caballero. 
— Permitidme que os haga una pregunta, dijo éste. 
— ¿Qué deseáis? 
— ¿Tenéis en la ciudad un hermano que se halla 
privado de la vista? 
— No, señor; no tengo hermano; el que padecía esa 
desgracia era yo, que es sin duda alguna á quien os 
referís. 
— Con efecto; era imposible una semejanza tan 
completa. 
— ¿Pero dónde me habéis visto? Yo no he salido de 
la casa de mis protectores durante el período de mi 
enfermedad. 

EL JURAMENTO DE DOS HEROES -925

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA
1889 
—-Esta mañana ha entrado mi padre enmiestancia. 
— Perfectamente, no creo que eso te haya sorpren- 
dido, cuando tiene la costumbre de hacerlo todos los 
días. 
— Es verdad, pero al verle, á pesar de los esfuerzos 
que hice para contenerme, no he podido reprimir las 
lágrimas que se agolpaban á mis ojos. 
— ¿Y por qué llorabas? 
— ¡Ay, Garcés! ¿Te parece que no existe motivo? 
Yo no he observado con ellos la conducta que se 
merecen. 
— En ese caso, yo soy el infame, pero nunca tú. 
— No: tú, aunque les debes mucho, aunque tienes 
para con ellos motivos de gratitud y respeto, no eres 
su hijo. 
— Pero aspiro á que me concedan ese dulce nom- 
bre. 
— Yo no he debido nunca acceder á tus súplicas, 
pero te amo tanto... 
Y la joven prorrumpió en amargos sollozos. 
— No, Esther de mi alma, el que no ha debido ja- 
más faltarles he sido yo. 
Sin embargo, perdóname, los propios motivos que 
te indujeron á demostrarme tu amor, han sido los 
que me impulsaron á buscarte. 
No llores; tus lágrimas, á la par que tus ojos, que- 
man mi corazón. 
Todavía hay medios para que nuestra falta quede 
legitimada ante Dios. 
926 EL JURAMENTO 
— No es posible, Garcés. 
— ¿Cómo que no? 
¿Acaso no podemos unirnos para siempre? 
— Sí, pero no con la premura que deseas. 
— No te comprendo. ¿Quién nos lo impedirá? 
— Oye, Garcés, escucha hasta el final, y entonces 
comprenderás por qué lloro. 
Mi padre me abrazó, y al sentir en su rostro la 
humedad de mis lágrimas, me preguntó los motivos 
que me obligaban á verterlas. 
Le respondí que me hallaba bajo las impresiones 
de un sueño desagradable, y pude observar que sus 
labios sonreían con incredulidad. 
Entonces me dijo que él sabía el origen de mi 
peocupación. 
Con efecto, Garcés, nuestros amores no son un se- 
creto para él. 
— ¿Y qué te dijo respecto á ellos? 
— Al pronto mi corazón se dilató de ventura. 
No dudó en decirme que te quería como á un hijo, 
y que á pesar de no pertenecer á nuestra raza y no 
profesar nuestras doctrinas, no se opondría á nuestro 
casamiento. 
— ¡Pobre Jacob! — exclamó el paje. 
— ¿Pero esa boda no puede verificarse con la rapi- 
dez que desearíamos? 
— ¿Por qué? 
Esther guardó sileucio. 
— Habla, habla con franqueza, pues es necesario 
que yo sepa todo lo que te ha dicho. 
DE DOS HÉROES. 927 
— Porque mi padre desea que adquieras algunos 
medios de fortuna. 
— Es natural, bien sabes que te he dicho lo mismo 
-antes de ahora. 
¿Y eso es lo único que te hace llorar? 
— No, hay otra cosa que me apena mucho. 
— Veamos cuál és. 
— Sentiría despertar tu enojo. 
— No parece sino que estás hablando con algún 
hombre que te haya demostrado su carácter irascible. 
— Mi padre, prosiguió la hebrea con timidez, quiere 
que salgas de esta casa. 
Las facciones del joven adquirieron un aspecto 
sombrío. 
Frunciéronse sus cejas, y en sus labios brotó una 
sonrisa amarga. 
— ¡Ah, luego el viejo Jacob quiere que me vaya, y 
que cuando haya adquirido riquezas vuelva en bus- 
ca tuya! 
— No, Garcés, mi padre quiere que no vivas bajo 
nuestro propio techo porque teme por su honor. 
¡El desdichado no sabe que éste tiene una mancha! 
— Pues bien, en ese caso, hoy mismo saldré de aquí. 
— Parece que me lo dices enojado. 
¿No comprendes la razón, amor mío? 
El desea proporcionarte medios para que te hagas 
un mercader honrado y... 
— Dile que agradezco sus atenciones, pero que no 
las acepto. 
—¡Garcés! 
928 EL JURAMENTO 
¿Qué dices, vas á resentirte por tan poco? 
— ¡ Ah, ¡luego te parece poco que me separen de ti! 
¡Bien se advierte que no me amas! 
— Calla, ingrato, no destroces mi corazón de esa 
manera. 
Yo te amo como á nadie he amado jamás. 
¿Qué mayor prueba puedes exigirme si hasta des- 
honré por ti las canas de mis pobres padres? 
El paje quedó pensativo. 
Las lágrimas de Esther le conmovieron, y domi- 
nando su impetuoso carácter le preguntó. 
— ¿Qué quieres que haga? 
— Quiero que no te ofendas. 
 Mis padres deben procurar por mi honra. 
Es justo que tomen esta determinación aunque á 
nosotros nos contraríe. 
Acepta lo que te ofrecen, y si tu amor es cierto r 
procura prosperar y hacerte á sus ojos digno de mí. 
Yo te veré. 
Ya sabes que mis padres no han de cerrarte sus 
puertas. 
Podemos también permanecer juntos en la casa de 
Pedro Torrigiano. 
— Y en la tuya durante las horas de la noche. 
 — No te comprendo. 
— -La ventana de tu estancia cae á este jardín, y no 
está tan alta que no sea susceptible de escalarse. 
Tus padres se acuestan temprano. 
— ¡Ah, Garcés; {y si sorprendiesen nuestras entre- 
vistas? 
DE DOS HÉROES. 929 
— Mejor; de esa manera no podrían negarse á que 
fueses mi esposa. 
— Pero morirían de dolor. 
Sin embargo, yo te amo, yo soy tu esclava y haré 
cuanto me ordenes. 
— Debo advertirte que ahora mismo salgo de esta 
casa. 
— ¿En qué actitud? 
— En la más cariñosa. 
— Bueno, ese es mi deseo. 
Hazlo así por esta pobre mujer que tanto te quie- 
re y que tan dispuesta se halla á sacrificarse por tu 
amor. 

EL JURAMENTO DE DOS HÉROES. -924

 EL JURAMENTO  DE DOS HÉROES
JULIAN CASTELLANOS 
ESPAÑA 1889
 Una lágrima rodó por sus mejillas. 
Pocos instantes después el viejo Jacob abandonaba 
la estancia. 
Entonces fué cuando la joven dio rienda suelta á 
su llanto. 
— ¡Ah, Dios de Israel! — exclamó. — ¿Cómo recibirá 
mi amante esta noticia? 
El imaginaba como yo, que jamás tendríamos que 
separarnos. 
Sin embargo, yo debo decírselo. 
Mi padre creería que su permanencia en esta casa 
era falta de dignidad. 
Bien claro lo ha expresado. 
Llegaría un momento en que se lo dijese, y esta 
pudiera producir graves disgustos. 
Yo le hablaré. 
Por su amor he deshonrado las canas de mis padres. 
¿Quién retrocede ya ante nada? 
Cuando la planta humana se posa sobre la nieve, 
es imposible que recobre su primitiva blancura. 
Esther abandonó su lecho como la corza que se 
levanta de la alfombra de césped cuando brillan los 
primeros albores de la mañana. 
Vistióse con una rapidez nerviosa, y después de 
pasarse la mano por los cabellos salió de la estancia. 
Sara y Ezequiel habían sido más madrugadores, y 
permanecían junto á Garcés, el cual no había tenido 
que madrugar, puesto que no se había acostado. 
Esther no se atrevió á mirar á su madre y á su 
hermano frente á frente. 
Imaginaba que iban á conocer en su rostro que ya 
no era digna de su cariño. 
En cambio el paje no había perdido su calma ha- 
bitual, y para alejar toda sospecha se apresuró á sa- 
ludar á la joven: 
— Buenos días, Esther, le dijo, ya extrañábamos 
tu tardanza, cuando siempre eres la primera que 
abandona el lecho. 
— Estoy un poco enferma. 
— ¿Qué tienes, hija mía? — se apresuró á preguntar 
ia anciana. 
— Nada, me duele un poco la cabeza, pero esto no 
merece vuestra inquietud. 
— Siéntate junto al hogar— añadió Ezequiel, ofre- 
ciéndole el puesto que ocupaba. 
DE DOS HÉROES. 921 
La joven aceptó. 
— Tengo que hablarte — dijo ésta á Garcés en voz 
baja. 
— Cuando quieras. 
— Pasado un momento te levantas y me esperas 
en el jardinillo. 
— ¿Ha ocurrido alguna cosa desagradable? 
— Luego te diré. 
El paje dirigió una furtiva mirada al viejo hebreo, 
pero no advirtió en sus facciones más que la tran- 
quilidad que siempre se reflejaba en ellas. 
Como se hallaba dotado de una imaginación viva 
é impresionable, cinco minutos después se levantó. 
— ¿Te marchas? — preguntó Ezequiel. 
— Sí, pero vuelvo en seguida. 
— De seguro que quieres ver el arco de triunfo 
que están levantando en esta misma calle, para que 
pasen por debajo nuestros augustos monarcas. 
— Por qué negarte que sí. 
-Es precioso! añadió Sara: — ya verás, hijo mío, 
qué cosa de tan buen gusto. 
Dicen que lo han costeado los hebreos. 
— {Cómo no os han pedido entonces vuestra co- 
operación? 
— Porque no han sido los mercaderes, sino los 
muchos propietarios que viven en Sevilla de su ha- 
cienda. 
El paje dirigió una mirada á Esther y salió de la 
estancia. 
116 
CAPITULO XCIV. 
La despedida. 
Un instante después el paje aguardaba á la hebrea 
bajo la sombra de un hermoso naranjo. 
— ¿Qué habrá sucedido? se preguntó. — ¿Habrá sos- 
pechado Jacob nuestros amores? 
¿Habrán oído esta noche el rumor de mis pasos 
cuando me dirigía á la estancia de Esther? 
Pero no, esto último es imposible. 
Me han tratado con la solicitud de siempre. 
¡Sabe Dios! 
Tal vez sea cualquier puerilidad de mi amada. 
El paje no podía desterrar sin embargo sus te- 
mores. 
Guando la conciencia no se halla tranquila, el me- 
nor detalle toma propoproporciones gigantescas. 
Él no ignoraba que había obrado mal. 
El viejo Jacob habíale recogido en su casa movido 
por los instintos de la caridad. 
Procuró restituirle la vista apelando á la ciencia 
924 EL JURAMENTO 
de uno de los mejores médicos de Sevilla, y consi- 
guió su laudable objeto. 
Cuando Esther le confesó que le amaba, no se opuso 
á que se verificase la boda á pesar de no pertenecer á 
su raza ni seguir su secta. 
Verdad es que exigía que el joven se hiciera digno 
de Esther; {pero qué padre no hubiera hecho lo pro- 
pio? 
A cambio de estos favores, Garcés había abusado 
de su confianza, sorprendiendo la candidez de la 
hebrea y deshonrando las canas de sus ancianos pa- 
dres por realizar un torpe capricho y un deseo im- 
puro. 
El paje no apartaba sus ojos de la pequeña puerta 
que daba entrada al jardín. 
Un momento después apareció en su dintel la hija 
de Jacob. 
La joven dirigió una furtiva mirada hacia todas 
partes temiendo que la observaran. 
 Ya no era la candida mariposa que se detiene con 
alegría en las pintadas corolas de las flores; era el 
ave que se ha visto presa en las arteras redes del ca- 
zador. 
Garcés le hizo una seña para que se aproximase. 
La joven obedeció. 
— ¿Qué tienes? — preguntó el paje. 
— No lo sé, ayer me consideraba la mujer más di- 
chosa del mundo, y hoy, por el contrario, soy muy 
infeliz. 
— Habla, Esther, no es posible que hayas sufrido 
DE DOS HÉROES. 925 
un cambio tan radical sin alguna razón para ello.