EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA
1889
— ¿Y qué opináis?
— Adivino á través de tus ojos, repuso el caba-
llero tuteando al paje, un espíritu emprendedor que
no se amedrenta por los grandes obstáculos ni re-
para en los medios con tal de llegar al fin que se pro-
pone.
— Veo que sois un buen observador.
— Aunque joven, conozco el mundo, amigo mío
respondió Manrique.
Y luego prosiguió:
— ¿Amas á Esther?
— ¿Es posible que no se la ame después de haber
contemplado su hermosura?
DE DOS HÉROES. 939
— Con efecto, es el verdadero tipo de las hijas de
Sión.
¿De manera, que por conseguir honores y riquezas
harías cuanto te propusiesen?
— Sólo con las segundas me contentaba.
— Pues en ese caso podemos hablar.
Yo amo también á una mujer.
—Ahora podría deciros que, aunque no poseía el
don de la vista cuando tuve la honra de conoceros,
también pude observar con los ojos de la malicia
quién es esa mujer.
— Dímelo pues.
— La esposa del escultor Pedro Torrigiano.
— ¡Fuego de Dios! que esto me convence todavía
más de que eres un perillán que vislumbra más largo
que un lince!
— ¿No es cierto lo que os he dicho?
— ¿A qué negarlo?
Es una veneciana tan esquiva como encantadora.
— ¿Y qué deseáis de mí? preguntó el paje.
El caballero, por toda respuesta arrojó desdeñosa-
mente sobre la mesa una bolsa repleta de oro y pre-
guntó:
— ¿Quieres ganar esta cantidad?
— ¡Buena pregunta!
¿Acaso habría alguno que la desdeñase?
¿ué he de hacer para que sea mía?
— Poca cosa, si se refiere al trabajo que te ocasione;
mucho, si la mides con la conciencia.
— En ese caso hablad.
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Con objeto de que me parezca más llevadero, pro-
curaré prescindir de la conciencia.
Y al decir esto, apuró de un solo trago el rojo licor
que contenía el vaso.
— ¿Supongo que visitarás con frecuencia á tus
protectores?
— Preciso me es hacerlo todos los días.
— ¿Y que tampoco dejarás de concurrir al taller de
Torrigiano?
— ¿Por qué no?
— Pues es necesario que mañana le digas al escul-
tor que un caballero desea verle para encargarle una
nueva estatua.
Ese caballero es un amigo mío.
Yo le rogaré que entretenga al artista, y mientras
hablaré con su esposa.
— ¿Pero acedera á daros entrada en su casa?
— ¿Tan elevadas son las ventanas que caen sobre
el jardín del hebreo Jacob que no puedan escalarse?
— Os comprendo.
— ¿Y aceptas?
El paje dudó un momento.
— Debo advertirte— dijo Manrique, que esta can-
tidad es el premio que te ofrezco por el servicio que
reclamo.
Más adelante necesitaré de ti y puedes contar con
mayores recompensas.
— Acepto — respondió Garcés.
— En ese caso, el oro es tuyo.
Don Juan manifestó al paje las señas del caballero
DE DOS HÉROES. 941
que había de citar al escultor, y que vivía en las in-
mediaciones de la fortaleza de Triana.
— ¿A qué hora iréis mañana?
— A las tres de la tarde.
— ¿En qué sitio os espero?
— En la propia calle donde habita Torrigiano.
Mi deseo es verle salir, y cuando comprenda que
María está sola....
— ¿ Entrar?
— Es natural.
Manrique y Garcés se despidieron.
El segundo recogió la bolsa de oro, y aventuróse
por las calles de la ciudad con la satisfacción del
hombre que acaba de hacer un buen negocio.
CAPITULO XCVI.
Una amenaza Infame.
Llegó la noche.
Espléndida y serena como casi todas las de aquel
hermoso país.
Multitud de estrellas esmaltaban el firmamento.
Los naranjos que adornaban el pequeño jardín de
Jacob sentían mecidas sus hojas por el leve impulso
de la brisa.
Garcés se dirigió á la morada del escultor.
Este, que había terminado momentos antes sus co-
tidianas tareas, hallábase junto al hogar con su es-
posa.
La gentil veneciana había recuperado su tranquili-
dad, viendo que las visitas de Manrique eran menos
frecuentes.
Creyó qué todo fué no más que un capricho pasa-
jero y que el hidalgo, cansado de sus desdenes, no
volvería á insistir en sus proposiciones de amor.
Los esposos sostenían un animado diálogo, cuando
oyeron el golpe que produjo la aldaba en la puerta.
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— ¿Quién llamará á estas horas? — preguntó el es-
cultor.
— ¡Es extraño!
— Anda, María, asómate al postigo.
La venenciana obedeció.
— ¿Quién sois?
— Abrid, soy yo — respondió el paje.
— Es el compañero de Esther — dijo María, y to-
mando una lámpara dirigióse de nuevo hacia la
puerta.
— Buenas noches, María, de seguro que os habrá
sorprendido que venga á estas horas.
— De ningún modo, ya sabéis que nuestra casa
siempre está abierta para vos.
—¿Está D. Pedro?
— Sí, hace un instante que ha dejado de trabajar.,
Ya sabéis que él no acostumbra á salir de noche.
— Y sin embargo yo vengo con el propósito de
hacer que pierda por un momento esa costumbre.
María y el paje penetraron en la estancia en que
se hallaba el escultor.
Este saludó á Garcés con la amabilidad que le era
peculiar.
— ¿Cuál es la causa de tan agradable visita? — pre-
guntó al paje.
— Pues vengo á proponeros un negocio.
— ¡Un negocio!
— Sí, señor.
— Sentaos pues, y hablad.
— No, no me siento, tengo prisa.
DE DOS HÉROES. 945
— Como queráis.
— Ya sabéis que hoy he dejado de ser vuestro vecino.
— Lo ignoraba.
{Cómo ha sido eso?
— Porque como, gracias á Dios, ya he recuperado
la vista, no quería seguir gravando los intereses de
mis protectores.
— Es una delicadeza digna de elogio.
— Por lo menos era mi deber.
El viejo Jacob quiso entregarme una cantidad para
que atendiese á mis primeras necesidades, pero yo
me he negado á aceptarla.
— ¿Por qué?
— Porque ya les debía muchos favores, y no creo
que era digno imponerles un nuevo sacrificio.
Salí, pues, aunque con el firme propósito de visi-
tarlos diariamente, y me encaminé hacia el palacio
de un noble á quien conozco hace algún tiempo.
Mi objeto era pedirle alguna recomendación, ó que
me hiciese paje suyo, como lo he sido de otros ca-
balleros.
Aquél me recibió perfectamente, escuchando mi
petición y preguntándome qué me había hecho desde
mi salida de Córdoba.
Yo le referí mis desgracias.
Le hablé de la caridad de Jacob y su familia, y no
recuerdo cómo ni por qué también le dije que os co-
nocía.
— ¡Ah! exclamó, es un escultor florentino que vale
mucho.
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Sus obras son inspiradísimas.
No sabes los deseos que tengo de encargarle una
escultura.
— No tendréis muchos, cuando vivís en la misma
ciudad y no lo habéis hecho, le respondí.
— Pues no creas que no es como te digo, pero es-
toy muy ocupado, el artista vive lejos, y se pasan
los días sin que le haya hecho mis encargos.
Comprendiendo yo, prosiguió el paje, que no ha-
bíais de arrepentiros por trabajar para él, pues es
hombre que posee riquezas y paga con desprendi-
miento, le pregunté si quería que os llevase á su
casa, á lo que me respondió afirmativamente.
— ¿Cuándo deseáis que venga?
— Esta misma noche, me dijo.
— ¿Hora?
— A las diez.
Y aunque me pareció algo intempestiva, no pude
extrañarla, pues como joven es amigo de retirarse
tarde.