EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA
1889
Entonces el desconocido dirigió sus ojos negros como el azabache á los circunstantes, y al fijarlos en Garcés hizo un movimiento de sorpresa. El paje pudo observarlo perfectamente. No recordaba, sin embargo, haber visto jamás ai caballero. — Permitidme que os haga una pregunta, dijo éste. — ¿Qué deseáis? — ¿Tenéis en la ciudad un hermano que se halla privado de la vista? — No, señor; no tengo hermano; el que padecía esa desgracia era yo, que es sin duda alguna á quien os referís. — Con efecto; era imposible una semejanza tan completa. — ¿Pero dónde me habéis visto? Yo no he salido de la casa de mis protectores durante el período de mi enfermedad. — ¿No recordáis haber acompañado á una joven hebrea que servía de modelo para una de sus obras al escultor Torrigiano? — Ciertamente que sí. — Pues en esa casa os he visto dos veces. — ¿Luego sois D. Juan Manrique, el sobrino del arzobispo de esta ciudad? DE DOS HÉROES. — El mismo, respondió el joven acariciando su barba fina como la seda. — Con efecto, ahora recuerdo vuestro acento, que era por lo único que podía haberos conocido. — Veo con satisfacción que ya estáis bien. — Sí, señor, me he curado radicalmente. ¿Y seguís visitando á Torrigiano? — Hace algunos días que no voy á su casa. — ¿Se terminó la santa Cecilia? — No, pero como ha empezado la escultura que vos le encargasteis, tuvo necesidad de suspender todos los trabajos. Manrique abandonó su asiento y ocupó uno que se hallaba junto á la misma mesa del paje. — Ya que hemos tenido la suerte de encontrarnos, consumiremos la botella que he encargado y habla- remos de un asunto de interés. — Estoy á vuestras órdenes. — ¿Hace mucho que conocéis á Torrigiano? — No, señor. — Aunque mi pregunta os parezca extraña, desea- ría que me dijeseis cómo le conocisteis. — Pues nada más fácil que satisfacer vuestra cu- riosidad. Yo era paje de un caballero que vivía en Córdoba. Me comisionó para que llevase á un amigo suyo una cantidad respetable, pero tuve la desgracia de trope- zar con unos bandidos que, después de arrebatarme cuanto llevaba, me dejaron atado á un árbol. Como si mi situación no fuese bastante desespera- 936 EL JURAMENTO da, descargó en aquellos sitios una horrible tormen- ta, y el ígneo fulgor de un rayo me dejó ciego. Mi muerte era segura, y así lo creía, cuando algún tiempo después acertó á pasar por aquel paraje una familia de mercaderes hebreos que, compadecidos de mi desgracia, me condujeron á esta ciudad. Desde entonces me consideraron como á uno de los individuos de su familia, y no omitieron medio para curarme. — Parece imposible que unos judíos tengan un corazón tan hermoso. — Con efecto; pero como no hay regla sin excep- ción, ellos me demostraron que eran buenos y gene- rosos, aunque casi todos los de su raza sean dados á la usura y á la avaricia. Una tarde— prosiguió el paje — hallábame en el pe- queño jardín que poseen mis protectores, acompa- do de Esther, que es la joven que habéis visto con- go. Nuestro diálogo fué interrumpido por la voz de un intruso. Yo preguntaba á mi compañera si era hermosa, y un acento varonil me respondió afirmativamente. Era D. Pedro Torrigiano, que, asomado á la ven- tana de su taller, había oído nuestra conversación. — ¿Luego esa ventana cae sobre el jardín de los hebreos? — Sí, señor. — Comprendo el final de vuestro relato. Aquella respuesta del artista sirvió de base á núes- DE DOS HÉROES. 937 tra amistad, y más tarde suplicó á Esther que le permitiese trasladar sus facciones al mármol. — Perfectamente. ¿Y qué opináis respecto á Torrigiano? — Parece un hombre probo y trabajador. — ¿De manera, que seguís al lado de vuestros pro- tectores? — He permanecido en su casa hasta hace pocas horas. — ¿Pero qué, no vivís allí? — preguntó D. Juan, con- trariado con aquella noticia. — No, señor. — ¿Por qué? — Existían dos poderosas razones para que no lo hiciese. En primer lugar, porque habiendo recuperado la vista no he creído digno seguir viviendo á expensas del viejo Jacob, y además... — Proseguid. — Porque el hebreo ha notado que amo á su hija, y no hubiese consentido jamás que permaneciese en su casa. — ¿Pues á qué aspira ese viejo israelita? — Aspira á que yo me case con Esther cuando ha- ya asegurado mi porvenir. — ¿Y ese es el que no revela jamás sus ideas mer- cenarias? — Señor, en parte no le falta razón. — ¿En qué os ocupáis ahora?
Garcés se encogió de hombros. 11S 938 EL JURAMENTO — Todavía ignoro lo que haré. No conozco á nadie en la ciudad. — Pues bien, yo voy á haceros una proposición en secreto. t — Hablad, siempre me he preciado de poseer esa cualidad. — Ante todo debo advertiros una cosa. Yo me precio de conocer á los hombres aunque no los haya tratado muy profundamente, por eso no dudo en hablaros. — ¿Luego habéis formado opinión de mí? — Sí, y voy á decírosla con franqueza. Cuando pude veros en la casa de Torrigiano me parecisteis un alma candida, uno de esos seres que agobiados por el infortunio se han resignado á vivir de ilusiones. Ahora he cambiado el concepto que de vos formé. — ¿Y qué opináis? —
No hay comentarios.:
Publicar un comentario