sábado, 21 de enero de 2017

EL JURAMENTO DE DOS HEROES -937

 EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS 
ESPAÑA
1889 
Entonces el desconocido dirigió sus ojos negros 
como el azabache á los circunstantes, y al fijarlos en 
Garcés hizo un movimiento de sorpresa. 
El paje pudo observarlo perfectamente. 
No recordaba, sin embargo, haber visto jamás ai 
caballero. 
— Permitidme que os haga una pregunta, dijo éste. 
— ¿Qué deseáis? 
— ¿Tenéis en la ciudad un hermano que se halla 
privado de la vista? 
— No, señor; no tengo hermano; el que padecía esa 
desgracia era yo, que es sin duda alguna á quien os 
referís. 
— Con efecto; era imposible una semejanza tan 
completa. 
— ¿Pero dónde me habéis visto? Yo no he salido de 
la casa de mis protectores durante el período de mi 
enfermedad. 
— ¿No recordáis haber acompañado á una joven 
hebrea que servía de modelo para una de sus obras 
al escultor Torrigiano? 
— Ciertamente que sí. 
— Pues en esa casa os he visto dos veces. 
— ¿Luego sois D. Juan Manrique, el sobrino del 
arzobispo de esta ciudad? 
DE DOS HÉROES. 
— El mismo, respondió el joven acariciando su 
barba fina como la seda. 
— Con efecto, ahora recuerdo vuestro acento, que 
era por lo único que podía haberos conocido. 
— Veo con satisfacción que ya estáis bien. 
— Sí, señor, me he curado radicalmente. 
¿Y seguís visitando á Torrigiano? 
— Hace algunos días que no voy á su casa. 
— ¿Se terminó la santa Cecilia? 
— No, pero como ha empezado la escultura que 
vos le encargasteis, tuvo necesidad de suspender todos 
los trabajos. 
Manrique abandonó su asiento y ocupó uno que 
se hallaba junto á la misma mesa del paje. 
— Ya que hemos tenido la suerte de encontrarnos, 
consumiremos la botella que he encargado y habla- 
remos de un asunto de interés. 
— Estoy á vuestras órdenes. 
— ¿Hace mucho que conocéis á Torrigiano? 
— No, señor.  
— Aunque mi pregunta os parezca extraña, desea- 
ría que me dijeseis cómo le conocisteis. 
— Pues nada más fácil que satisfacer vuestra cu- 
riosidad. 
Yo era paje de un caballero que vivía en Córdoba. 
Me comisionó para que llevase á un amigo suyo una 
cantidad respetable, pero tuve la desgracia de trope- 
zar con unos bandidos que, después de arrebatarme 
cuanto llevaba, me dejaron atado á un árbol. 
Como si mi situación no fuese bastante desespera- 
936 EL JURAMENTO 
da, descargó en aquellos sitios una horrible tormen- 
ta, y el ígneo fulgor de un rayo me dejó ciego. 
Mi muerte era segura, y así lo creía, cuando algún 
tiempo después acertó á pasar por aquel paraje una 
familia de mercaderes hebreos que, compadecidos de 
mi desgracia, me condujeron á esta ciudad. 
Desde entonces me consideraron como á uno de 
los individuos de su familia, y no omitieron medio 
para curarme. 
— Parece imposible que unos judíos tengan un 
corazón tan hermoso. 
— Con efecto; pero como no hay regla sin excep- 
ción, ellos me demostraron que eran buenos y gene- 
rosos, aunque casi todos los de su raza sean dados á 
la usura y á la avaricia. 
Una tarde— prosiguió el paje — hallábame en el pe- 
queño jardín que poseen mis protectores, acompa- 
do de Esther, que es la joven que habéis visto con- 
go. 
Nuestro diálogo fué interrumpido por la voz de un 
intruso. 
Yo preguntaba á mi compañera si era hermosa, y 
un acento varonil me respondió afirmativamente. 
Era D. Pedro Torrigiano, que, asomado á la ven- 
tana de su taller, había oído nuestra conversación. 
— ¿Luego esa ventana cae sobre el jardín de los 
hebreos? 
— Sí, señor. 
— Comprendo el final de vuestro relato. 
Aquella respuesta del artista sirvió de base á núes- 
DE DOS HÉROES. 937 
tra amistad, y más tarde suplicó á Esther que le 
permitiese trasladar sus facciones al mármol. 
— Perfectamente. 
¿Y qué opináis respecto á Torrigiano? 
— Parece un hombre probo y trabajador. 
— ¿De manera, que seguís al lado de vuestros pro- 
tectores? 
— He permanecido en su casa hasta hace pocas 
horas. 
— ¿Pero qué, no vivís allí? — preguntó D. Juan, con- 
trariado con aquella noticia. 
— No, señor. 
— ¿Por qué? 
— Existían dos poderosas razones para que no lo 
hiciese. 
En primer lugar, porque habiendo recuperado la 
vista no he creído digno seguir viviendo á expensas 
del viejo Jacob, y además... 
— Proseguid. 
— Porque el hebreo ha notado que amo á su hija, 
y no hubiese consentido jamás que permaneciese en 
su casa. 
— ¿Pues á qué aspira ese viejo israelita? 
— Aspira á que yo me case con Esther cuando ha- 
ya asegurado mi porvenir. 
— ¿Y ese es el que no revela jamás sus ideas mer- 
cenarias? 
— Señor, en parte no le falta razón. 
— ¿En qué os ocupáis ahora? 
 Garcés se encogió de hombros. 
11S 
938 EL JURAMENTO 
— Todavía ignoro lo que haré. 
No conozco á nadie en la ciudad. 
— Pues bien, yo voy á haceros una proposición en 
secreto. 
t — Hablad, siempre me he preciado de poseer esa 
cualidad. 
— Ante todo debo advertiros una cosa. 
Yo me precio de conocer á los hombres aunque 
no los haya tratado muy profundamente, por eso 
no dudo en hablaros. 
— ¿Luego habéis formado opinión de mí? 
— Sí, y voy á decírosla con franqueza. 
Cuando pude veros en la casa de Torrigiano me 
parecisteis un alma candida, uno de esos seres que 
agobiados por el infortunio se han resignado á vivir 
de ilusiones. 
Ahora he cambiado el concepto que de vos formé. 
— ¿Y qué opináis? 

—

No hay comentarios.:

Publicar un comentario