EL JURAMENTO DE DOS HEROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA
1889
— ¿De modo, preguntó Torrigiano, que habéis que-
dado en que ambos iríamos á verle?
— Sí, señor, contando con vuestra amabilidad se lo
he ofrecido.
— ¿No sería mejor mañana temprano? preguntó
María.
— Creo que no debemos faltar, respondió el paje.
Ya sabéis que cuando una persona es dueña de
pingües riquezas, no le agrada que se le falte á una
cita.
DE DOS HÉROES. 947
—Es cierto— repuso Torrigiano — es preferible que
vayamos ahora.
— ¿Dónde vive ese caballero?— preguntó María.
— Junto á la Atarazana.
— ¡Qué lejos!
— ¿Pero es despreciable el encargo de una nueva
obra?
—Ciertamente que no.
Torrigiano pidió á su esposa la espada y la gorra
y se puso en pie. •
—¿Supongo que me acompañaréis á la casa de
vuestro amigo?
—Desde luego, con esa idea he venido á buscaros.
María entregó á su marido las prendas que acaba-
ba de pedirle.
—Adiós, esposa mía.
— Adiós.
—¿Espero que al volver estarás acostada?
—No, Pedro, te aguardo.
El paje y el artista salieron de la estancia seguidos
de la joven.
Esta los alumbró con una lámpara de mano hasta
que hubieron descendido del último peldaño.
Pedro introdujo la llave en la cerradura de la
puerta, la hizo girar y salió á la calle.
El paje le siguió.
Envuelto en su capa y calado el birrete hasta las
cejas, esperaba oculto en el quicio de una puerta ve-
cina don Juan Manrique.
Garcés le dirigió una rápida ojeada y procuró dis-
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traer al artista con una pregunta para que no obser-
vase al hidalgo.
Pocos instantes después se perdieron en el final de
la calleja.
Esta estaba desierta.
Hasta la ronda acostumbraba á pasar por ella muy
raras veces.
Verdad es que era un barrio habitado por judíos
que casi todos eran laboriosos mercaderes, y por la
tanto poco aficionados á escándalos y contiendas.
Manriqueguardó á que sus pasos seerdieran en el
silencio de la noche, y cuando se hubieron extinguida
sus rumores lanzó un agudo y prolongado silbido.
Un escudero que se hallaba oculto á corta distan-
cia se aproximó.
Éste colocóse junto á la tapia del patio de Jacob.
Don Juan subióse sobre sus hombros y escalándo-
la con una facilidad extraordinaria:
— Quédate aquí — le dijo: — si adviertes que alguien
llega, ó me avisas ú obras como sabes hacerlo.
— Perfectamente — respondió el escudero.
Don Juan saltó al otro lado de la tapia y dirigió
una mirada á su alrededor.
El pequeño jardín estaba desierto.
Sólo brillaba una luz en el interior de la casa de
los hebreos.
Era en la estancia de Esther, que aguardaba llega-
se la hora de la cita con su amante.
Manrique titubeó un momento antes de poner en
práctica sus propósitos.
DE DOS HÉROES. 949
No era que á aquel joven libertino le detuviese el
temor de que pudiera llegar Pedro Torrigiano, ni
que la ronda hubiera observado lo que acababa de
hacer.
Manrique temblaba ante la idea de cómo iba á
ser recibido por la veneciana.
Nada intimida tanto á los hombres como la pre-
sencia de una mujer digna y virtuosa.
El joven dirigió sus ojos al cielo.
La esplendidez de aquella bóveda azulada, el va-
go rumor que producían los árboles, los murmullos
de la fuente, aquella atmósfera impregnada de aro-
ma, predisponían su ánimo al amor.
La estancia de la veneciana también estaba ilu-
minada.
Era indudable que velaba.
Junto á la ventana crecía el robusto tronco de una
parra, que permitía llegar á ella con facilidad.
Don Juan se asió á los retorcidos troncos, y apo-
yando en sus nudos los pies llegó á apoderarse del
alféizar.
Entonces dirigió una mirada al interior de la es-
tancia.
María, postrada delante de un Crucifijo labrado
por su esposo, no se había apercibido de la observa-
ción de que era objeto.
El libertino la estuvo contemplando un instante.
Luego penetró en la habitación.
Apenas había posado su planta sobre el pavimento,
la veneciana volvió la cabeza.
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Sus mejillas palidecieron.
Y un movimiento de terror la obligó á ponerse
en pie.
Sin embargo, procuró sacar fuerzas de flaqueza, y
dirigió al intruso una mirada despreciativa.
— ¿Os habéis asustado? — preguntó Manrique.
— ¿Quién no se asusta en presencia de un criminal?
— ¿Qué decís?
— ¿Qué nombre merece el que asalta el hogar de
una familia honrada?
— Si lo he hecho así, es porque tengo la seguridad
de que no me hubieseis permitido entrar por la
puerta.
— ¿Tenéis razón, mis puertas están siempre cerra-
das para los infames.
— Callad, María, callad.
— Lo necesario es que salgáis de aquí.
¿Me diréis ahora que habéis venido á contemplar
la estatua que encargasteis á mi esposo?
— No, He venido á veros.
— Ay, D. Juan, no había querido decirle á Pedro
la falaz conducta que con él observáis, pero vais á
obligarme á quebrantar mi resolución.
— Haced lo que gustéis.
Peor para el.
— ¿Por qué?
— Porque ya os he dicho que soy sobrino de don
íñigo Manrique, que éste me adora y que puedo
vengarme, cuando lo crea oportuno, de un humilde
artista y de una mujer tan altiva como vos.
DE DOS HÉROES. 9§1
— ¿Y es ese el modo que tenéis de granjearos el
aprecio de las mujeres?
— Cuando no acceden á las súplicas no hay otro
remedio.
— Os he dicho que salgáis de aquí.
— Lo he escuchado.
— ¿Y sois tan mal caballero que no atendéis á las
súplicas de una dama?
— María, ya comprenderéis que cuando he venido
no es para alejarme tan pronto.
— Pediré socorro.
— Y no os escucharán. La calle está desierta.
— Apelaré á los vecinos.
— ¿Y qué han de hacerme esos miserables hebreos^
sobre los que no tardará en caer el rigor de la ley?
¡Desventurados de ellos si atentasen contra mí!
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