EL JURAMENTO DE DOS HÉROES
JULIAN CASTELLANOS
ESPAÑA 1889
Una lágrima rodó por sus mejillas.
Pocos instantes después el viejo Jacob abandonaba
la estancia.
Entonces fué cuando la joven dio rienda suelta á
su llanto.
— ¡Ah, Dios de Israel! — exclamó. — ¿Cómo recibirá
mi amante esta noticia?
El imaginaba como yo, que jamás tendríamos que
separarnos.
Sin embargo, yo debo decírselo.
Mi padre creería que su permanencia en esta casa
era falta de dignidad.
Bien claro lo ha expresado.
Llegaría un momento en que se lo dijese, y esta
pudiera producir graves disgustos.
Yo le hablaré.
Por su amor he deshonrado las canas de mis padres.
¿Quién retrocede ya ante nada?
Cuando la planta humana se posa sobre la nieve,
es imposible que recobre su primitiva blancura.
Esther abandonó su lecho como la corza que se
levanta de la alfombra de césped cuando brillan los
primeros albores de la mañana.
Vistióse con una rapidez nerviosa, y después de
pasarse la mano por los cabellos salió de la estancia.
Sara y Ezequiel habían sido más madrugadores, y
permanecían junto á Garcés, el cual no había tenido
que madrugar, puesto que no se había acostado.
Esther no se atrevió á mirar á su madre y á su
hermano frente á frente.
Imaginaba que iban á conocer en su rostro que ya
no era digna de su cariño.
En cambio el paje no había perdido su calma ha-
bitual, y para alejar toda sospecha se apresuró á sa-
ludar á la joven:
— Buenos días, Esther, le dijo, ya extrañábamos
tu tardanza, cuando siempre eres la primera que
abandona el lecho.
— Estoy un poco enferma.
— ¿Qué tienes, hija mía? — se apresuró á preguntar
ia anciana.
— Nada, me duele un poco la cabeza, pero esto no
merece vuestra inquietud.
— Siéntate junto al hogar— añadió Ezequiel, ofre-
ciéndole el puesto que ocupaba.
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La joven aceptó.
— Tengo que hablarte — dijo ésta á Garcés en voz
baja.
— Cuando quieras.
— Pasado un momento te levantas y me esperas
en el jardinillo.
— ¿Ha ocurrido alguna cosa desagradable?
— Luego te diré.
El paje dirigió una furtiva mirada al viejo hebreo,
pero no advirtió en sus facciones más que la tran-
quilidad que siempre se reflejaba en ellas.
Como se hallaba dotado de una imaginación viva
é impresionable, cinco minutos después se levantó.
— ¿Te marchas? — preguntó Ezequiel.
— Sí, pero vuelvo en seguida.
— De seguro que quieres ver el arco de triunfo
que están levantando en esta misma calle, para que
pasen por debajo nuestros augustos monarcas.
— Por qué negarte que sí.
-Es precioso! añadió Sara: — ya verás, hijo mío,
qué cosa de tan buen gusto.
Dicen que lo han costeado los hebreos.
— {Cómo no os han pedido entonces vuestra co-
operación?
— Porque no han sido los mercaderes, sino los
muchos propietarios que viven en Sevilla de su ha-
cienda.
El paje dirigió una mirada á Esther y salió de la
estancia.
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CAPITULO XCIV.
La despedida.
Un instante después el paje aguardaba á la hebrea
bajo la sombra de un hermoso naranjo.
— ¿Qué habrá sucedido? se preguntó. — ¿Habrá sos-
pechado Jacob nuestros amores?
¿Habrán oído esta noche el rumor de mis pasos
cuando me dirigía á la estancia de Esther?
Pero no, esto último es imposible.
Me han tratado con la solicitud de siempre.
¡Sabe Dios!
Tal vez sea cualquier puerilidad de mi amada.
El paje no podía desterrar sin embargo sus te-
mores.
Guando la conciencia no se halla tranquila, el me-
nor detalle toma propoproporciones gigantescas.
Él no ignoraba que había obrado mal.
El viejo Jacob habíale recogido en su casa movido
por los instintos de la caridad.
Procuró restituirle la vista apelando á la ciencia
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de uno de los mejores médicos de Sevilla, y consi-
guió su laudable objeto.
Cuando Esther le confesó que le amaba, no se opuso
á que se verificase la boda á pesar de no pertenecer á
su raza ni seguir su secta.
Verdad es que exigía que el joven se hiciera digno
de Esther; {pero qué padre no hubiera hecho lo pro-
pio?
A cambio de estos favores, Garcés había abusado
de su confianza, sorprendiendo la candidez de la
hebrea y deshonrando las canas de sus ancianos pa-
dres por realizar un torpe capricho y un deseo im-
puro.
El paje no apartaba sus ojos de la pequeña puerta
que daba entrada al jardín.
Un momento después apareció en su dintel la hija
de Jacob.
La joven dirigió una furtiva mirada hacia todas
partes temiendo que la observaran.
Ya no era la candida mariposa que se detiene con
alegría en las pintadas corolas de las flores; era el
ave que se ha visto presa en las arteras redes del ca-
zador.
Garcés le hizo una seña para que se aproximase.
La joven obedeció.
— ¿Qué tienes? — preguntó el paje.
— No lo sé, ayer me consideraba la mujer más di-
chosa del mundo, y hoy, por el contrario, soy muy
infeliz.
— Habla, Esther, no es posible que hayas sufrido
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un cambio tan radical sin alguna razón para ello.
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