miércoles, 17 de febrero de 2016

POR QUE LINCOLN SE DEJO LA BARBA Por Herta Pauli 1952



Por qué Lincoln se dejó la barba

Por Herta Pauli
1952


Aunque Abraham Lincoln no se dejó la barba sino cuatro años, no podríamos imaginárnoslo sin ella. El solía hablar de la niñita del estado de Nueva York a quien se debió este famoso cambio de su rostro. Pocos saben su nombre; en algunos de los más voluminosos libros sobre Lincoln no se menciona a Grace Bedell, que sólo tenía once años. Pero Abraham Lincoln se complacía en referir el cuento y agregar con risa de picardía: «¡Hay pequeñas cosas que cambian el aspecto de nuestras vidas!»

Metida en su cuartito del desván, Grace Bedell se ensimismaba un día viendo un retrato que su padre le había traído de la feria. No era un dibujo ni una pintura. No tenía líneas ni colores. Y sin embargo, se podía ver hasta el último pelo de la cabeza de Lincoln, la última arruga de su traje. Era la primera fotografía que en su vida había caído en manos de Grace Le daba el misterioso encanto de que el hombre mismo la miraba. La sucia lámpara de petróleo de Grace dibujaba extrañas sombras en la fotografía al blanco y negro. Los rasgos tomaban vida. Un halo oscuro rodeaba la flaca figura, y como que desaparecían las mejillas chupadas. ¡Barba! Qué bien le queda, pensó Grace; alguien tiene que decírselo. Si real­mente tuviera barba, todas las se­ñoras le querrían. Harían que sus maridos votaran por él, y sería presidente. Yo tengo que decírselo. Sin vacilar, tomó la pluma, la tinta, y escribió:



Wesffield, Nueva York, 15 de octubre de 1860

A B Lincoln

Estimado señor

Soy una niñita de once años pero quiero mucho que usted sea presidente de los Estados Unidos y espero que no piense que sea mucho atrevimiento escribirle a un hombre tan grande como usted.

¿Tiene usted una hija como de mi tamaño? si la tiene dele recuerdos míos y dígale que me escriba si usted mismo no puede contestar mi carta. Yo tengo cuatro hermanos y unos de ellos votarán por usted .de todos modos si usted se deja crecer la barba yo trataré de hacer que los demás también voten por usted. Usted se vería mucho mejor porque tiene la cara tan delgada. A todas las señoras les gusta la barba y harían votar a sus maridos por usted y usted entonces sería presi­dente.

Grace Bedell

Por aquellos tiempos llegaban cincuenta cartas diarias a las oficinas desde donde se dirigía la campaña de Lincoln. Sólo aquellas que eran de los amigos o de gente muy importante recibían el pase de los dos secretarios, John Nicolay y John Hay. Nicolay era el primero en hacer el mortal escrutinio. En rechazar lo secundario. John Hay, echado de espaldas en su silla, tomó ese día el segundo paquete de cartas. Hojeándolas, dijo:

—Ahora las niñitas empiezan a decirle al jefe cómo podría hacerse elegir.

¡Al cesto!—dijo nervioso Nicolay.

Esta tiene una idea original—anotó Hay—. Piensa que debe de­jarse crecer la barba.

Tírala y sigue tu trabajo, John.

No me atrevo, mi querido Nico­lay. Ya sabes que «los niños y los locos ...»

En este momento, sin anunciarse, entró un hombre rechoncho, barbado, ojiazul. «Buenos días, compañeros.» John Hay se volvió al recién llegado:

Apelo a usted, señor Herndon... Nicolay no lo tomó en cuenta.

- Dejémonos de barbas y de niñitas. Hay que tener un poquito el sentido de la responsabilidad.

—¿Niñitas? (Los ojos de Herndon se movieron cautelosos para es­crutar la puerta del fondo. Estaba entornada y Billy Herndon bajó la voz.) El las adora. No puede pasar ninguna por la calle sin que la de­tenga y le converse. A cada una la llama «hermanita.» ¿Qué decía usted de una niñita?

—¡Le he dicho que la tire al cesto de los papeles!—exclamó Nicolay ya indignado—. Y que sería mejor que John contestara en seguida la carta del gobernador de Pensilvania, que es urgente...

—¿Por qué? A su edad uno ya ha aprendido a tener pacienciainterrumpió en esto la voz tranquila de Lincoln desde la puerta del fondo.

Y a poco Grace recibía esta carta:



Privado

Springfield,         Illinois,       19 de octubre de 1860

Señorita Grace Bedell,

Westfield, N. Y.

Mi querida pequeña señorita:

He recibido su amable carta del día 15. Me apena tener que decirle que no tengo hijas. Tengo tres hijos, el uno de diez y siete, el otro de nueve, y el tercero de siete años. Ellos, con su madre, constituyen toda mi familia. En cuanto a lo de la barba, no habiéndola usado nunca ¿no cree usted que la gente la encontraría ahora un tanto afectada si me la dejara crecer? Le desea mucha suerte su sincero amigo

A. Lincoln



El 16 de febrero se supo que el tren especial en que se dirigía a la Casa Blanca el recién electo presidente Lincoln, pasaría por la estación cercana a Westfield. La familia Bedell se confundió con todos los vecinos que acudieron a saludarlo. Se había puesto un gran letrero que decía «¡Viva el Jefe!» y la bandera de las barras y las estrellas estaba desplegada a todo trapo.

Grace miraba en torno las caras ansiosas, cuando se produjo un movimiento súbito. Miles de oídos estahan alerta. « ¡Allá viene! ¡Allá viene!»

Se empinó Grace hasta donde pu­do y alcanzó a ver el tope de la chimenea de donde salían espesas bocanadas de humo, pasando por encima de las cabezas, y luego el áchatado techo de los coches. El último estaba adornado con la bandera que agitaba sus colores.

Lo que Grace alcanzó entonces a ver fue que la copa de un sombrero muy alto y muy negro sobresalía por encima de todos los demás sombreros negros. De la multitud salió un grito cerrado: «¡Que hable! ¡Que hable!» Grace contuvo el resuello. En torno se hizo un silencio absoluto. Señoras y señoras—dijo alguien —no tengo preparado ningún discurso ni tiempo para decirlo. Estoy aquí para tener el gusto de verlos y para que ustedes me puedan ver,..»

Grace se quedó helada. Era él. Era su voz. El estaba ahí, en la plataforma. Hacía cuanto podía para alcanzar a verle la cara, y apenas podía divisar el sombrero arrugado, negro como una chimenea.

«Y estoy dispuesto a aceptar que, por lo que hace a las damas, yo soy quien sale ganando en este rápido vistazo mutuo.»

De la multitud salieron risas como si se hubiera roto un encanto. Lincoln siguió hablando. «No ten­go sino una sola cosa que decir, aquí, de pie, al amparo de la bandera nacional: ¿Estarán ustedes siempre conmigo, como yo estoy con la bandera?»

Las manos, los sombreros, los pa­ñuelos de mujeres se agitaron en el aire, a tiempo que resonaban los ecos: «¡Sí! ... ¡Sí! ... ¡Claro que sí, Abe

Una vez más Grace pudo oír en­tonces la voz que siempre había sentido o presentido en la intimidad de su vida. «Yo tengo aquí en este lugar una pequeña amiga ... por correspondencia—dijo él—. Esta señorita vio desde el primer momento cómo podría mejorar en algo mi apariencia. Si está aquí, querría hablar con ella ...

«¡El nombre! ¿Cómo se llama?» gritaron todos.

Y Lincoln dijo muy claramente: «Se llama Grace Bedell.»

Tomó su padre a Grace de la mano y avanzó con ella. Ella le siguió sin saber cómo, sin notar que se abría para ellos una calle y que todos les seguían señalándolos con el dedo y secreteándose . Ella iba hacia la persona que la había llamado por su nombre.

Había que subir unos peldaños; su padre la llevó al pie de la plata­forma, a la vista de un millar de personas, y la dejó frente a un par de enormes botas negras.

Grace oyó en lo alto la voz que decía riendo: «Me escribió que le parecía me habría de ver mejor con barba ...»

Lincoln se inclinó. Grace sintió que dos manos fuertes la tomaban por debajo de los brazos. Y como si no pesara una paja, se vio alzada por el aire, besada en ambas mejillas y puesta otra vez delicadamente en el suelo. Las mejillas le ardían no sólo por la caricia sino por las cosquillas. Para ella desapareció la multitud. No hacía sino mirar y reír de alegría. Enmarcando aquel rostro surcado de arrugas, bajando por las mejillas hasta la quijada de moco que sólo quedaba descubierto el labio su­perior, estaba la barba.

«¿ Ves?—le dijo Lincoln—me la he dejado crecer para ti, Grace.»

Lo único que pudo hacer Grace fue mirar aquel gran hombre, alto, flaco, sencillo. Hubiera podido quedarse así mirándolo para siempre, para siempre ...

Lincoln le tomó la mano. Grace le oyó decir que esperaba ver a su que­rida amiguita otra vez, y comprendió que aquel instante tenía que terminar. El la ayudó a bajar los peldaños, y ella, como niña obedien­te y formalita, volvió adonde estaba su orgulloso padre.

Grace oyó un pitazo agudo y los resoplidos de la locomotora que se alejaba. La multitud aplaudía y ová­cionaba hasta que materialmente desapareció el tren en la distancia. Para Grace no quedaban vibrando en el recuerdo sino estas tres palabras, repetidas sin fin: «Mi querida amiguita ...»

Quienes visitan hoy a Springfield no se quedan sin ver la casa de Abraham Lincoin, que es una sencilla construcción de dos pisos, blanca, con anchos aleros y una cerca en torno. Dicen que está lo mismo que antes, lo mismo por fuera que por dentro. Con amoroso cuidado se conservan los adornos y los muebles, los cortinajes y las chucherías. En la pared de un cuarto cuelga una cartita escrita en caracteres infantiles: «Estimado señor—Soy una niñita de once años...»

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