La verídica historia
de un cariño enternecedor
UNA ROSA BLANCA
Por A. J. Cronin
1950
DURANTE el verano
pasado estuve. en Irlanda, la verde tierra amada, y una vez más, solicitado
por el afecto y el deber, hice una
peregrinación que nunca
deja de conmoverme hondamente.
Hace muchos años
había ido a Dublín como médico joven a seguir un curso de post-graduado en el
Hospital Rotunda. Los casos que se me asignaron se hallaban en uno de los sectores más pobres de la ciudad y
fue durante una de mis visitas de rutina a ese lóbrego vecindario cuando vi por primera vez a Rosa Donegan.
Estaba -en la Calle
Loughran cogiendo agua de la fuente
pública. Tenía en brazos a un niño, una pesada criatura como de nueve meses, atada a su endeble
cuerpo con un chal andrajoso. Rosa contaría unos 14 años; sus ojos
de un azul profundo parecían enormes en su carita seria. Otros tres niños, de entre cinco y nueve años, estaban
prendidos a su falda; cierta
semejanza de facciones y el ser todos pelirrojos pregonaban que también eran
Donegan.
El contraste entre
la escualidez del medio en que vivía y la intrépida viveza de su mirada,
despertaron mi curiosidad por esa extraña chiquilla. Empecé por darle los
buenos días, y poco tiempo después mi saludo diario fue correspondido con una
grave y tímida sonrisa. Poco a poco, pues no era su reserva fácil de vencer,
fui avanzando en el camino de la amistad.
Supe
entonces que Rosa, sus tres hermanos menores y el nene, Miguel, habían perdido
a su madre hacía ocho meses. Vivían con Danny Donegan, su padre, en un
sótano de la congestionada Calle Loughran. 39 . Danny, que trabajaba de vez en
cuando en los muelles, era un hombre débil, apocado y extremadamente bonachón.
Lleno de las mejores intenciones, consumía la mayor
parte de su tiempo y de su dinero en el vecino bar de Shamrock. Debido a ello recayó sobre Rosa el peso de atender a la
familia, conservar los dos cuartos limpios y en
orden, manejar a su vagabundo padre, tratar de salvarle, como mejor podía, lo
que de sus jornales le quedaba, cocinar y cuidar de los niños.
Aun cuando en el
corazón de Rosa había afecto para todos sus hermanos, adoraba a Miguel.
Cuando en las tardes soleadas lo llevaba alzado hasta las afueras de Phoenix
Park, iba tambaleando bajo aquel
peso, pero eso no la acobardaba. Nada había que pudiera
acobardarla. Cuando la veía pasar resueltamente por la desapacible calle llena
de gente, para hacer algún
mandado, regatear con el carnicero una punta de
jamón, o convencer al panadero de que le fiara una hogaza más de pan, me dejaba maravillado el temple de ese
espíritu. No pasaban inadvertidas a sus ojos las cosas que la
rodeaban. Tenía ese conocimiento elemental que posee el niño nacido en los
suburbios pobres, una comprensión absolutamente franca de los misterios de la
vida, mezclada con una inocencia llevada a lo sublime. Sus ojos rasgados,
reflexivos, encerrabn la sabiduría de las edades. Pero más que eso, encerraban una insondable fuente de amor.
Lo que al principio
no pasó en mí de simple interés fue
convirtiéndose gradualmente en honda preocupación por esa niña.
Sentía que era deber mío hacer algo por ella, y habiendo descubierto por
casualidad cuál era el día de su cumpleaños, hice que una tienda de la calle
O'Connell le enviara un juego de ropa. Me daba
gusto pensar lo que gozaría con su abrigado traje de lana de dos
colores, sus buenos zapatos y sus medias finas, todo haciendo juego.
Por algunos días no
me dejé ver de ella, pero sonreía para mis adentros
imaginando verla entrar a misa el domingo por la mañana, muy orgullosa con su
vestido nuevo y sus zapatos flamantes que chirriarían con toda magnificencia
nave arriba.
Pero cuando la vi el lunes siguiente aún tenía los andrajos
de siempre y
aún llevaba atado a su cuerpo el de su hermanito con el chal viejo.
— ¿Dónde está tu ropa nueva?—le pregunté sin preámbulos.
Se ruborizó hasta
la raíz del pelo, y dijo:
— ¡Ah... fue usted!
Después de una
larga pausa y sin volverse a mirarme, agregó sencillamente:
—Todo está empeñado. No teníamos nada en casa. Había que darle su leche a
Miguel.
Me quedé mirándola
en silencio, convencido de que
siempre se sacrificaría por su adorado hermanito y daría por él cuanto
tuviera. Tan frágil la vi
que una nueva onda de piedad me invadió. Al siguiente día fui a ver al padre Walsh,
encargado de la parroquia de Loughran.
Le brilló el rostro
al sacerdote cuando le hablé de Rosa, y después de considerar por unos pocos momentos
mi proyecto, dio su asentimiento moviendo lentamente la cabeza.
—Pero le va a
costar trabajo persuadirla—dijo sonriendo mientras me acompañaba hasta la
puerta—Es la perfecta madrecita.
En eso está la fuerza que llena toda su vida.
Pasada una semana,
después de un cambio de cartas, decidí ir directamente a la Calle Loughran. Los niños estaban sentados alrededor de
la mesa en tanto que Rosa, con ceño de preocupación, rebanaba el último pedazo de una
hogaza de pan.
—Rosa—le dije—Vas a
marcharte de aquí.
Volvió a mirarme
sin comprender lo que le decía y echó hacia atrás un mechón de cabellos que le
caía sobre la fruncida frente.
—Vas a ir a casa de
unos amigos míos, en Galway—continué diciéndole—Estarás allá un mes. Es una
granja donde no harás otra cosa que darle de comer a las gallinas, correr libre
por los campos y tomar toda la leche que te quepa.
Momentáneamente el
brillo de una bella esperanza iluminó su rostro. Pero luego, desvanecido ese
relámpago, movió negativamente la cabeza.
—No. Tengo que ver
por los niños... y por papá.. No puedo.
—Todo está
arreglado. No té preocupes. Las Hermanas de la Caridad se van a encargar de
ellos. Tú tienes que irte, Rosa, porque ya no puedes resistir más.
—No, no. Yo no puedo dejar al niño.
— Entonces, sea
como quieras. Puedes llevarlo contigo.
Los ojos de la niña brillaron con una luz maravillosa. Aún brillaban .más
al día siguiente cuando empacamos sus cosas y la pusimos a ella con su niño en
el tren. A medida que la máquina iba saliendo de la estación, mecía al
chiquillo en sus huesosas rodillas y le susurraba al oído:
—Vacas, Miguel...
Con cuánto gusto
recibí las primeras noticias que me enviaron mis amigos, los Carrolls. Rosa
ganaba peso todos los días y ayudaba en los trabajos de la granja. Sus mismas
tarjetas postales llenas de graciosos errores ortográficos, respiraban una
felicidad que nunca antes había saboreado, y terminaban siempre con el
entusiasta comentario de cuán bien le aprovechaba el campo a Miguel.'
El mes de la
temporada pasó rápidamente. Ya estaba para terminarse cuando cayó la bomba.
Los Carrolls deseaban adoptar a Miguel. Eran ellos una pareja de edad madura y
sin hijos, que disfrutaban de holgura económica. Habían llegado a querer mucho
al niño y le brindaban ventajas que su hogar estaba muy lejos de poder
ofrecerle jamás
Danny
naturalmente, halló «estupenda » la oportunidad. Pero era
el parecer de Rosa
lo que debía tomarse en cuenta, y se le dejó a ella la decisión.
Ninguno de nosotros
sabía cuál iba a ser, ni cuánto le costaría a Rosa tomarla, hasta que regresó a casa... sola.
Se mostró
complacida por ver de nuevo a los otros niños y a su padre, pero en todo el
camino desde la estación hasta su casa permaneció sentada en silencio, apartada de todos y como envuelta en un
trágico sueño. Una vez en la Calle Loughran se rehizo y gradualmente
fue reasumiendo su antigua posición. Indudablemente era ahora más escrupulosa
que antes. Bajo sus repetidas insinuaciones Danny se decidió a poner de su
parte cuanto le fuera posible, y llegó el día memorable en que firmó el
compromiso de dejar la bebida. Nada garantizaba la permanencia de tal
regeneración; pero mientras él se mantuvo sobrio y constante en el trabajo Rosa
pudo sacar todas las cosas de la casa que estaban empeñadas y de nuevo los dos
cuartos del sótano recobraron el ambiente hogareño. Y aun ciertos sábados se daba ella trazas de echar algunas
monedas en un bote de té vacío que tenía sobre la chimenea.
Sin embargo, una tarde en que al pasar por su casa me detuve
para felicitarla la encontré llorando con la cabeza reclinada sobre la mesa de
la cocina.
No necesité preguntarle cual era la causa de su aflicción. En silencio le
tomé una mano v se la retuve en la mía por un buen rato,
—Bien sé que es por
su bien—suspiro. Y enjugándose resueltamente las lágrimas agregó—No me interpondré
en su camino.
De vez en cuando
llegaban noticias de los progresos que iba haciendo el niño. Sus padres
adoptivos no ahorraban esfuerzo por hacerlo feliz; ya hablaban de él como si
fuera su verdadero hijo.
Una mañana se
recibió una carta terrible: Miguel estaba con neumonía.
Pálidas las mejillas
y apretados los labios, Rosa estuvo sentada por un rato mirando fijamente la
carta. Luego se encaminó
directamente a la chimenea, tomó el bote, lo vació y contó lo necesario para su
pasaje de ferrocarril.
—Me voy a verlo.
Fieramente rechazó
toda oposición. ¿No sabían que ella podía hacer cualquier cosa con él, convencerlo
de tomar su alimento cuando estuviera con fiebre, y los remedios cuando se
mostrara reacio ? Vamos, con sólo acariciarle la frente podía ella hacerlo
dormir. Rápidamente alistó todo para el viaje, arregló con una vecina el cuidado de los niños y tomó el tranvía camino de la estación.
Aquella misma noche
en la granja de los Carrolls se instalaba Rosa, sin aceptar objeción alguna,
como enfermera de Miguel.
Era un serio ataque
de neumonía. Frecuentemente, viendo al enfermito respirar trabajosamente, en el
rostro de Rosa se reflejaba una angustia insufrible. La tos era lo peor. Con
uno de sus brazos alrededor del cuello del niño, indiferente al peligro para
ella, sostenía el cuerpo del enfermo hasta que pasaba el espasmo. Así
trascurrieron los días y las noches.
Al fin pasó el
período agudo. Se le dijo a Rosa que Miguel estaba fuera de peligro. Se levantó
medio desvanecida de la orilla del lecho del enfermo, oprimiéndose la frente
con las manos.
—Ahora ya puedo
descansar—diio sonriendo débilmente—Tengo un dolor de cabeza terrible...
El germen de la
enfermedad de Miguel la había atacado. Pero no hizo blanco en los pulmones. Lo
que pasó fue peor. Se le
desarrolló una meningitis neumocócica, y Rosa no recobró nunca el conocimiento.
Creo haberles dicho a ustedes
que ella entonces catorce. años.
EL VERANO pasado fui al solitario
cementerio cubierto de brezos que se extiende a espaldas de la iglesia. Una
suave brisa del oeste soplaba de la Bahía de Galway llevando de las cercanas
casuchas encaladas el humo de la turba cuyo olor es como el aliento, como el alma misma de Irlanda.
No había coronas que adornaran el angosto túmulo de verdura bajo el
cual dormía Rosa el sueno eterno. Pero
medio oculto entre la yerba
vi un diminuto rosal silvestre que ostentaba en su tallo una sencilla rosa
blanca. Y de
repente, surgiendo de detrás de las nubes grises, el sol alumbró con toda
su brillantez la humilde flor y la pequeña lápida blanca donde estaba grabado
su nombre.
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