domingo, 7 de agosto de 2016

UN HOMBRE PERSEGUIDO POR EL ÉXITO 1950

Hace algunos años leí esta historia. Desde entonces me motivó mucho en lo personal. Ahora tengo la oportunidad de compartirla
Es interesante como la diligencia de anotar la información en  cuadernos de  apuntes, y una agudeza mental lo llevaron a convertirse en acaudalado.
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UN HOMBRE PERSEGUIDO POR EL ÉXITO
1950
Curiosa historia de un hombre
de negocios que no pudo hacer
carrera de la holgazanería
Por Edmund Love
EDMUND LOVE, ex maestro de escuela, se vio obligado, a raíz de conflictos de carácter particular, a llevar la vida de un vago du­rante más de tres años. Así logró una inusita­dada visión del mundo poco conocido de esos parias de la humanidad. En su libro Subways are for sleeping, habla de los vagabundos que conoció.

JORGE SPOKER era un hombre de talla mediana y labios finos. Usaba gafas sin aro, ca­misa azul de género, corbata roja de lazo y un viejo y arrugado terno de paño. Pretendía ser un vagabundo profesional y habla vivido como tal durante siete años. Acostumbraba sentarse en un banco de Madison Square, en Nueva York, donde fra­ternizaba con los otros vagos que frecuentaban esa plazuela. Dormía en posadas miserables o en los por­tales y gastaba tan poco como le era posible en alimentación. Mas, en ciertos aspectos, Spoker era diferen­te de otros holgazanes.
En efecto, Jorge Spoker había si­do banquero en cierta ciudad vecinade San Francisco hasta un buen día en que los inspectores hallaron un desfalco en sus libros y lo mandaron a la cárcel por dos años y medio. Nunca volvió a su casa después de cumplida la condena. Su mujer ha­bía pedido y obtenido el divorcio. Sus bienes se habían liquidado; nin­gún amigo lo había vuelto a visitar.
«Para todos era un gandul, ún tu­nante —dijo una vez— y resolví ser­lo de verdad: el más sucio, el más haraposo de los vagabundos que an­dan por el mundo.»
Desde el comienzo, sin embargo, cierta falta de esa incuria, que es dis­tintivo del verdadero vago, lo dife­renció de sus colegas. El se dedicó a la holgazanería con el empeño de un hombre de negocios, cazcaleando con gran diligencia en busca de in­formación acerca de la nueva vida, y cuando llegaba a averiguar algo que no había ensayado, se apresuraba a experimentarlo.
Había otra gran diferencia : Jorge Spoker tenía dinero. Mientras estu­vo preso, murió su abuela, que le de­jó una renta de 78 dólares mensua­les. Gracias a esto pudo viajar en el ferrocarril de California a Nueva York.
Llegado a la gran metrópoli, le pareció que, como buen vago, lo in­dicado era dormir en las posadas de mala muerte donde estos se alojan. Ensayó, pues, unas cuantas en el Bowery, pero no pudiendo aguantar las chinches se trasladó un poco más al norte de la ciudad, donde la ca­ma le costaba 50 centavos por noche en vez de 25.' Trató de comer en los fonduchos más económicos; tampo­co pudo acostumbrarse a su bazofia y los cambió por el Automático.
Eligió como taberna habitual —centro de toda gandulería— la de Beany, que era un bar de mostrador donde se bebía de pie, siempre lleno de tipos de mala catadura, en cuya compañía comenzó a sentirse como el recluta entre un corro de foguea­dos veteranos.
—Yo era un dilettante —recuerda Jorge—; dormía todas las noches sobre un camastro y me felicitaba por las penalidades que estaba sufrien­do. En cambio, para mis compañe­ros de taberna un dormitorio con camas era un lujo. Esos sí que eran vagabundos de verdad: pasaban la noche en los ferrocarriles subterrá­neos, se acurrucaban en los portales, se aposentaban en edificios desocu­pados, descabezaban un sueño en la Estación Grand Central o se estira­ban sobre los bancos del parque.
Convencido de que estaba fraca­sando en la carrera que se había pro­puesto seguir, decidió intensificar los medios de coronarla en toda for­ma. Comenzó a llevar un cuaderno de apuntes y en él fue anotando to­dos los extraños lugares que, según sus averiguaciones, servían para dormir. En seguida comenzó a ensayar­los. Muy pronto se convenció de que el banco del parque es cama inso­portable y volvió a sus dormitorios de 25 y 50 centavos. Cada vez que esto acontecía, crecía su disgusto consigo mismo y poco a poco fue llegando a la conclusión de que ca­recía del valor necesario para ser un buen holgazán. Le quedaba so­lamente un medio, infalible, para no darse por vencido : regalar su dine­ro. Y así comenzó a hacerlo, repartiéndolo a diestro y siniestro.
Llegadas las cosas a este punto, se reafirmó el verdadero carácter de Jorge Spoker. Como banquero que era no podía tolerar el hecho de dar algo en cambio de nada y decidió entonces dar su dinero a trueque de informes. Redujo las dádivas a mo­nedas de 10 centavos. Así, cada vez que le alargaba una moneda a un compañero le preguntaba dónde ha­bía dormido últimamente y apunta­ba la información cuidadosamente en su cuaderno de notas. Llenó uno y comenzó otro más grande.
Los cuadernos de Spoker conte­nían listas de edificios desocupados, excavaciones y túneles, patios donde se venden automóviles usados y otros sitios adecuados para pernoctar. Más de un año durmió Jorge en un lugar diferente cada noche. De los que no alcanzó a experimentar personal­mente obtuvo informaciones detalla­das y fidedignas, tales como los hábitos de los guardas y policías, formas de ingreso y egreso y horas más apro­piadas de la noche en que se podían disfrutar.
Una tarde se le acercó un com­pañero, le contó que acababan de echarlo de su dormitorio habitual y le dijo que necesitaba otro nuevo. Con mucho gusto le pagaría 25 cen­tavos por una simple ojeada a la lis­ta de lugares disponibles que él, Jor­ge, debía de tener. Spoker le aconse­jó un sitio donde le garantizaba dos semanas de sueño tranquilo.
Este encuentro constituyó una re­volución en la vida de Jorge Spoker. El negocio de vender por 25 centa­vos los informes que le habían costa­do 10 no le había pasado aún por la mente. Hizo saber que se le podría encontrar todas las tardes en cierto banco de Madison Square, y a poco vendía informaciones sobre acomo­do nocturno a siete u ocho vagos diariamente. Por entonces tenía ya una lista que fluctuaba entre 2000 y 3000 dormideros.
Recibía también informes que no tenían nada que ver con alojamien­to. Los vagos le contaban cómo ha­bían comido gratis en tal o cual par­te, o que tal o cual institución de ca­ridad no servía para maldita la cosa. También supo de restaurantes que necesitaban lavaplatos o de boliches que buscaban muchachos para aco­modar los bolos, y de otros empleos por el estilo. Todo lo apuntaba mi­nuciosamente en sus cuadernos y pronto se convirtió en una especie de compendio de un nuevo movimien­to sociológico. Corrió la voz: todos cuantos necesitaban algún dinerillo podían acudir a Spoker; él no se lo daba, pero sí les indicaba dónde y cómo podían conseguirlo.
 Más tarde, en el otoño de 1948, Jorge Spoker tropezó con algo muy bueno.. Llovía a cántaros, él estaba en el vestíbulo de un gran edificio, charlando con el jefe de los ascenso­ristas. A tiempo de marcharse dijo con indiferencia que daría una vuel­tecita por la vecina Calle 23 para to­marse una taza de café. El ascenso­rista le pidió que le trajese una a él.
—Lo estuve pensando durante to­do el camino, mientras atravesé el parque —recuerda Spoker—. Me ha­bía dado 25 centavos para que le comprara el café y me había insi­nuado que podría quedarme con la vuelta. Parecía un buen negocio.
Al cabo de una semana Spoker te­nía ya permiso del administrador del edificio para llevar refrigerios y tentempiés a sus empleados a ciertas horas, y se empeñó en que las ofici­nas le aceptaran una solicitud para prestar los mismos servicios a los ofi­cinistas, que pasaban de 600. Calcu­laba Spoker que, entre las 25.000 o 30.000 personas que trabajaban en las cuatro manzanas que rodean la plazuela, se beberían por lo menos 12.000 tazas de café y se comerían otros tantos bocadillos por día. Con cinco centavos de propina por cada cliente se podrían ganar 600 dólares diarios (1948) ... y decidió ganarse él mis­mo esas propinas.
' Por entonces acudían a él en gran numero los vagabundos* que busca­ban empleo o alojamiento. La Socie­dad de Socorros Spoker (como él llamó a su institución) vino a ser la clave del nuevo servicio de abas­tecimiento que iba a establecer y que comenzó a funcionar de la mane­ra siguiente: Planeaba un recorrido que mantuviera ocupado a un indi­viduo durante el término de ocho horas y que dejara de $10 a $15 dia­rios en propinas. Después le asigna­ba la ruta a alguno de los vagos que venían a solicitarle ayuda, al cual le cobraba tres dólares de comisión. Andando el tiempo, tuvo cerca de 20 individuos trabajando diariamen­te bajo sus órdenes.
Inicialmente, él y sus «empleados» compraban el café ya preparado en alguno de los muchos restaurantes de mostrador que hay en aquellos contornos. Más tarde Spoker tomó en arrendamiento un sótano barato donde armó su cocina. Sus ganan­cias subieron muy pronto a los $600 semanales.
En 1952 el ex presidiario Jorge Spoker, hoy ciudadano escrupulosa­mente honrado, anotaba entradas anuales de $31.000 en su declaración de impuestos sobre la renta. Todavía se sentaba en sus bancos del parque, dormía en los subterráneos y seguía gastando su camisa azul, su corbata roja de lazo y su eterno traje de pa­ño arrugado. Era el hombre feliz, el negociante próspero que vivía como un vagabundo.
Una mujer —el eterno enemigo—vino a frustrarle su carrera. Nuestro hombre había proscrito toda conjun­ción con el elemento femenino des­de que estuvo en la cárcel. Tenía ahora 50 años, los pelos desertaban de su cabeza, estaba lejos de ser un Adonis y no se hacía ilusiones de que su figura fuera capaz de llega a despertar una pasión amorosa. Sin embargo, una mañana se le presentó de pronto una chica; una pelirroja como de 30 años que le contó una historia triste y bastante gastada en Nueva York: Se llamaba Sara Haddon, habla llegado a la ciu­dad en busca de una carrera teatral, no había encontrado trabajo y aque­lla misma mañana la habían echado del cuarto que tenía arrendado, por falta de pago. Un amigo le había aconsejado que acudiera a Spoker, y esto era precisamente lo que ella hacía ahora.
Sara Haddon no era en realidad lo que aparentaba, sino una atrevi­da periodista que intentaba escribir un artículo relativo a la vida y mila­gros de Jorge Spoker.
—Había pasado yo cinco años en Madison Square —contaba más tar­de Spoker— y esta era la primera mujer que se me presentaba en bus­ca de ayuda; ni siquiera sabia que existiera el tipo de holgazanas entre el bello sexo. ¿Qué hacer? Lo pri­mero sería conseguirle alojamiento, pero al punto cal en la cuenta de que no tenía en todas mis listas un sitio apropiado para alojar a una da­ma. Le dije que volviera a verme después de almuerzo.
Entre tanto consiguió un departa­mento para la señorita Haddon en la Calle 27. Pagó un mes adelantado de arrendamiento y le surtió la des­pensa con provisiones de boca por valor de $20. Los motivos que lo indujeron a hacer esto fueron pura­mente caritativos. Sara representaba simplemente la X en una ecuaciónque Jorge iba a resolver y él se enor­gullecía de encontrarle solución a los problemas. Cuando la señorita Had­don regresó esa tarde, Jorge la tomó del brazo y la condujo triunfante a su nueva residencia.
Ella, como es de suponerse, tenía su buen departamento donde vivir. Y, aunque se asustó un poco de lo que había hecho, decidió aceptar el caritativo ofrecimiento por no herir la susceptibilidad de su bienhechor.
De ahí en adelante, durante va­rias semanas, Sara pasaba las tardes en su nueva casa de la Calle 27 con­versando con Spoker, que había ad­quirido la costumbre de visitarla después de la comida para enterarse cómo marchaban las cosas. Cuando él se iba a dormir en sus sótanos, ella volvía a su propia casa.
Al cabo de un mes, Cupido co­menzó a embrollar aquellas relacio­nes que al principio fueron pura­mente caritativas.
A pesar de que Spoker se tuviera en poco, no le faltaban sus atracti­vo; y Sara era realmente graciosa. Cayeron en las redes del amor. Se casaron y, como entre marido y mu­jer no debe haber secretos, el de la verdadera vida de Jorge Spoker dejó de serlo para su esposa. Apenas se enteró ella de la verdad, lo instó pa­ra que se mudaran a una residencia campestre del estado de Connecti­cut. La historia que pretendía escri­bir se quedó, naturalmente, inédita.
Por entonces Jorge Spoker tomaba el tren que lo llevaba a Nueva York todas las mañanas. Iba a sentarse en su banco del Madison Square desde
donde seguía dirigiendo su negocio de abastecimientos, conservando cui­dadosamente la apariencia de vaga­bundo. Nadie hubiera podido decir exactamente a cuánto ascendía su fortuna: era muy grande. Se decía que tenía una renta de $12.000 anua­les, proveniente de inversiones úni­camente. Llegadas las cosas a este punto, difícil le hubiera sido seguir sosteniendo su papel de holgazán.
Finalmente, en enero de 1954, se dio por vencido. Vendió el negocio a una compañía abastecedora, con muy buena utilidad, y se retiró al campo. Tanto los atractivos de Sara Haddon como el aburrimiento de los viajes en tren le hacían abando­nar por fin su amado banco del parque.
—No veo nada malo en ser vaga­bundo profesional —le decía a uno de sus amigos— pero cuándo tiene usted que viajar 80 kilómetros en tren todos los días para poder ser­lo ... ya no vale la pena.

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