Hace
algunos años leí esta historia. Desde entonces me motivó mucho en lo personal.
Ahora tengo la oportunidad de compartirla
Es
interesante como la
diligencia de anotar la información en cuadernos de
apuntes, y una agudeza mental lo llevaron a convertirse en acaudalado.
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UN HOMBRE PERSEGUIDO POR
EL ÉXITO
1950
Curiosa historia de un hombre
de negocios que no pudo hacer
carrera de la holgazanería
de negocios que no pudo hacer
carrera de la holgazanería
Por Edmund Love
EDMUND
LOVE, ex maestro de escuela, se vio obligado, a raíz de conflictos de carácter
particular, a llevar la vida de un vago durante más de tres años. Así logró
una inusitadada visión del mundo poco conocido de esos parias de la humanidad.
En su libro Subways are for sleeping, habla de los vagabundos que conoció.
JORGE
SPOKER era un hombre de talla mediana y labios finos. Usaba gafas sin aro, camisa
azul de género, corbata roja de lazo y un viejo y arrugado terno de paño. Pretendía ser un vagabundo profesional y habla
vivido como tal durante siete años.
Acostumbraba sentarse en un banco de Madison Square, en Nueva York,
donde fraternizaba con los otros vagos que frecuentaban esa plazuela. Dormía
en posadas miserables o en los portales y gastaba tan poco como le era posible
en alimentación. Mas, en ciertos aspectos,
Spoker era diferente de otros holgazanes.
En
efecto, Jorge Spoker había sido banquero en cierta ciudad vecinade San
Francisco hasta un buen día en que los inspectores hallaron un desfalco en sus
libros y lo mandaron a la cárcel por dos años y medio. Nunca volvió a su casa
después de cumplida la condena. Su mujer había pedido y obtenido el divorcio.
Sus bienes se habían liquidado; ningún amigo lo había vuelto a visitar.
«Para
todos era un gandul, ún tunante —dijo una vez— y
resolví serlo de verdad: el más sucio, el más haraposo de los vagabundos que
andan por el mundo.»
Desde
el comienzo, sin embargo, cierta falta de esa incuria, que es distintivo del
verdadero vago, lo diferenció de sus colegas. El se dedicó a la
holgazanería con el empeño de un hombre de negocios, cazcaleando con
gran diligencia en busca de información acerca de la nueva vida, y cuando
llegaba a averiguar algo que no había ensayado, se apresuraba a experimentarlo.
Había
otra gran diferencia : Jorge Spoker tenía dinero. Mientras estuvo preso, murió
su abuela, que le dejó una renta de 78 dólares mensuales. Gracias a esto pudo
viajar en el ferrocarril de California a Nueva York.
Llegado
a la gran metrópoli, le pareció que, como buen vago, lo indicado era dormir
en las posadas de mala muerte donde estos se alojan. Ensayó, pues, unas
cuantas en el Bowery, pero no pudiendo aguantar las chinches se trasladó un
poco más al norte de la ciudad, donde la cama le costaba 50 centavos por noche
en vez de 25.' Trató de comer en los fonduchos más económicos; tampoco pudo
acostumbrarse a su bazofia y los cambió por el Automático.
Eligió
como taberna habitual —centro de toda gandulería— la de Beany, que era un bar
de mostrador donde se bebía de pie, siempre lleno de tipos de mala catadura, en
cuya compañía comenzó a sentirse como el recluta entre un corro de fogueados
veteranos.
—Yo era un dilettante —recuerda Jorge—; dormía
todas las noches sobre un camastro y me felicitaba por las penalidades que
estaba sufriendo. En cambio, para mis compañeros de taberna un dormitorio con
camas era un lujo. Esos sí que eran vagabundos de verdad: pasaban la
noche en los ferrocarriles subterráneos, se acurrucaban en los portales, se
aposentaban en edificios desocupados, descabezaban un sueño en la Estación
Grand Central o se estiraban sobre los bancos del parque.
Convencido
de que estaba fracasando en la carrera que se había propuesto seguir, decidió
intensificar los medios de coronarla en toda forma. Comenzó a llevar un
cuaderno de apuntes y en él fue
anotando todos los extraños lugares que, según sus averiguaciones, servían
para dormir. En
seguida comenzó a ensayarlos. Muy pronto se convenció de que el banco del
parque es cama insoportable y volvió a sus dormitorios de 25 y 50 centavos.
Cada vez que esto acontecía, crecía su disgusto consigo mismo y poco a poco
fue llegando a la conclusión de que carecía del valor necesario para ser un
buen holgazán. Le quedaba solamente un medio, infalible, para no darse por
vencido : regalar su dinero. Y así comenzó a hacerlo, repartiéndolo
a diestro y siniestro.
Llegadas
las cosas a este punto, se reafirmó el verdadero carácter de Jorge Spoker. Como
banquero que era no podía tolerar el hecho de dar algo en cambio de nada y decidió
entonces dar su dinero a trueque de informes.
Redujo las dádivas a monedas de 10 centavos. Así, cada vez que le alargaba una
moneda a un compañero le preguntaba dónde
había dormido últimamente y apuntaba la información cuidadosamente en su
cuaderno de notas. Llenó uno y comenzó otro más grande.
Los
cuadernos de Spoker contenían listas de edificios desocupados, excavaciones y
túneles, patios donde se venden automóviles usados y otros sitios adecuados
para pernoctar.
Más de un año durmió Jorge en un lugar diferente cada noche. De los que no
alcanzó a experimentar personalmente obtuvo informaciones detalladas y
fidedignas, tales como los hábitos de los guardas y policías, formas de
ingreso y egreso y horas más apropiadas de la noche en que se podían
disfrutar.
Una
tarde se le acercó un compañero, le contó que acababan de echarlo de su
dormitorio habitual y le dijo que necesitaba otro nuevo. Con mucho gusto le pagaría 25 centavos por una
simple ojeada a la lista de lugares disponibles que él, Jorge,
debía de tener. Spoker le aconsejó un sitio donde le garantizaba dos
semanas de sueño tranquilo.
Este
encuentro constituyó una revolución en la vida de Jorge Spoker. El negocio de vender por 25 centavos
los informes que le habían costado 10 no le había pasado aún por la mente.
Hizo saber que se le podría encontrar todas las tardes en cierto banco de
Madison Square, y
a poco vendía informaciones sobre acomodo nocturno a siete u ocho vagos
diariamente. Por entonces tenía ya una lista que
fluctuaba entre 2000 y 3000 dormideros.
Recibía también informes que no tenían nada
que ver con alojamiento. Los
vagos le contaban cómo habían comido gratis en tal o cual parte,
o que tal o cual institución de caridad no servía para maldita la cosa.
También supo de restaurantes que necesitaban lavaplatos o de boliches que
buscaban muchachos para acomodar los bolos, y de otros empleos por el estilo.
Todo lo apuntaba minuciosamente en
sus cuadernos y pronto se
convirtió en una especie de compendio de un nuevo movimiento sociológico. Corrió
la voz: todos cuantos necesitaban algún dinerillo podían acudir a Spoker; él no
se lo daba, pero sí les indicaba dónde y cómo podían conseguirlo.
Más tarde, en el otoño de 1948, Jorge Spoker tropezó con algo
muy bueno..
Llovía a cántaros, él estaba en el vestíbulo de un gran edificio, charlando con
el jefe de los ascensoristas. A
tiempo de marcharse dijo con indiferencia que daría una vueltecita por la
vecina Calle 23 para tomarse una taza de café. El ascensorista le pidió que
le trajese una a él.
—Lo estuve pensando durante todo el camino,
mientras atravesé el parque —recuerda Spoker—. Me había dado 25
centavos para que le comprara el café y me había insinuado que podría
quedarme con la vuelta. Parecía un buen negocio.
Al cabo
de una semana Spoker tenía ya permiso del administrador del edificio para
llevar refrigerios y tentempiés a sus empleados a ciertas horas, y se empeñó en
que las oficinas le aceptaran una solicitud para prestar
los mismos servicios a los oficinistas, que pasaban de 600. Calculaba Spoker que, entre las 25.000 o 30.000
personas que trabajaban en las cuatro manzanas que rodean la plazuela, se
beberían por lo menos 12.000 tazas de café y se comerían otros tantos
bocadillos por día. Con
cinco centavos de propina por cada cliente se podrían ganar 600 dólares diarios
(1948) ... y decidió ganarse él mismo esas propinas.
' Por
entonces acudían a él en gran numero los vagabundos* que buscaban empleo o
alojamiento.
La Sociedad de Socorros Spoker (como él llamó a su institución) vino a ser la
clave del nuevo servicio de abastecimiento que iba a establecer y que comenzó
a funcionar de la manera siguiente: Planeaba
un recorrido que mantuviera ocupado a un individuo durante el término de ocho
horas y que dejara de $10 a $15 diarios en propinas. Después le asignaba la
ruta a alguno de los vagos que venían a solicitarle ayuda, al cual le cobraba
tres dólares de comisión. Andando el tiempo, tuvo cerca de 20 individuos
trabajando diariamente bajo sus órdenes.
Inicialmente,
él y sus «empleados» compraban el café ya preparado en alguno de los muchos
restaurantes de mostrador que hay en aquellos contornos. Más tarde Spoker
tomó en arrendamiento un sótano barato donde armó su cocina. Sus ganancias subieron muy pronto a los
$600 semanales.
En 1952 el ex presidiario Jorge Spoker,
hoy ciudadano escrupulosamente honrado, anotaba entradas anuales de $31.000
en su declaración de impuestos sobre la renta. Todavía
se sentaba en sus bancos del parque, dormía en los subterráneos y seguía
gastando su camisa azul, su corbata roja de lazo y su eterno traje de paño
arrugado. Era el hombre feliz, el
negociante próspero que vivía como un vagabundo.
Una
mujer —el eterno enemigo—vino a frustrarle su carrera. Nuestro hombre había
proscrito toda conjunción con el elemento femenino desde que estuvo en la
cárcel. Tenía ahora 50 años, los pelos desertaban de su cabeza, estaba lejos
de ser un Adonis y no se hacía ilusiones de que su figura fuera capaz de
llega a despertar una pasión amorosa. Sin embargo, una mañana se le presentó de
pronto una chica;
una pelirroja como de 30 años que le contó una
historia triste y bastante gastada en Nueva York: Se llamaba Sara Haddon, habla
llegado a la ciudad en busca de una carrera teatral, no había encontrado
trabajo y aquella misma mañana la habían echado del cuarto que tenía
arrendado, por falta de pago. Un amigo le había aconsejado que acudiera a
Spoker, y esto era precisamente lo que ella hacía ahora.
Sara Haddon no era en realidad lo que aparentaba,
sino una atrevida periodista que intentaba escribir un artículo relativo a
la vida y milagros de Jorge Spoker.
—Había
pasado yo cinco años en Madison Square —contaba más tarde Spoker— y esta era
la primera mujer que se me presentaba en busca de ayuda; ni siquiera sabia que
existiera el tipo de holgazanas entre el bello sexo. ¿Qué hacer? Lo primero
sería conseguirle alojamiento, pero al punto cal en la cuenta de que no tenía
en todas mis listas un sitio apropiado para alojar a una dama. Le dije que
volviera a verme después de almuerzo.
Entre
tanto consiguió un departamento para la señorita Haddon en la Calle 27. Pagó
un mes adelantado de arrendamiento y le surtió la despensa con provisiones de
boca por valor de $20. Los motivos que lo indujeron a hacer esto fueron puramente
caritativos. Sara representaba simplemente la X en una ecuaciónque Jorge iba a
resolver y él se enorgullecía de encontrarle solución a los problemas. Cuando
la señorita Haddon regresó esa tarde, Jorge la tomó del brazo y la condujo
triunfante a su nueva residencia.
Ella,
como es de suponerse, tenía su buen departamento donde vivir. Y,
aunque se asustó un poco de lo que había hecho, decidió aceptar el caritativo
ofrecimiento por no herir la susceptibilidad de su bienhechor.
De ahí
en adelante, durante varias semanas, Sara pasaba las tardes en su nueva casa
de la Calle 27 conversando con Spoker, que había adquirido la costumbre de
visitarla después de la comida para enterarse cómo marchaban las cosas. Cuando
él se iba a dormir en sus sótanos, ella volvía a su propia casa.
Al cabo
de un mes, Cupido comenzó a embrollar aquellas relaciones que al principio
fueron puramente caritativas.
A pesar
de que Spoker se tuviera en poco, no le faltaban sus atractivo; y Sara era
realmente graciosa. Cayeron en las redes del amor. Se
casaron y, como entre marido y mujer no debe haber secretos, el de
la verdadera vida de Jorge Spoker dejó de serlo para su esposa. Apenas se
enteró ella de la verdad, lo instó para que se mudaran a una residencia
campestre del estado de Connecticut. La historia que pretendía escribir se
quedó, naturalmente, inédita.
Por
entonces Jorge Spoker tomaba el tren que lo llevaba a Nueva York todas las
mañanas. Iba a sentarse en su banco del Madison Square desde
donde
seguía dirigiendo su negocio de abastecimientos, conservando cuidadosamente la
apariencia de vagabundo. Nadie hubiera podido decir exactamente a cuánto
ascendía su fortuna: era muy grande.
Se decía que tenía una renta de $12.000 anuales, proveniente de inversiones
únicamente. Llegadas las cosas a este punto, difícil le hubiera sido seguir
sosteniendo su papel de holgazán.
Finalmente, en enero de 1954, se dio por vencido.
Vendió el negocio
a una compañía abastecedora, con muy buena utilidad, y se
retiró al campo. Tanto los atractivos de Sara Haddon como el aburrimiento de
los viajes en tren le hacían abandonar por fin su amado banco del parque.
—No veo
nada malo en ser vagabundo profesional —le decía a uno de sus amigos— pero
cuándo tiene usted que viajar 80 kilómetros en tren todos los días para
poder serlo ... ya no vale la pena.
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