15-11-2012
"El árbol se mide mejor caído" (2)
El
Sábado que siguió a aquel Viernes Santo fue preciso
modificar el texto de millares de sermones preparados para el Domingo de Pascua
Menester
era escribir la oración fúnebre una vez que se conoció la noticia de la muerte
del Presidente. En las grandes catedrales de piedra de
las ciudades, en las pequeñas iglesias de pajizo techo a la vera de los
caminos, en las capillas de los hospitales y a bordo de los buques de la
armada, o en los campamentos militares, los sermones se dedicaron a
recordar al Presidente desaparecido.
Sin
lugar a duda, proclamaban los hombres prominentes y los periódicos, nunca pasó
por la tierra hombre alguno cuya muerte evocara en todos los países expresiones
de tan pronto y tan hondo interés humano, ni dolor tan verdadero, ni tan
amplias reflexiones y comentarios.
Una
nota publicada en el Harper's Wee&ly, titulada Duelo en Riclimond, daba
cuenta del pesar sentido aun en territorio que hasta ayer no más había sido
enemigo: «El general Lee en un principio se negó a oír los detalles del
asesinato. Declaró que cuando dejó el mando de las
fuerzas rebeldes, se había rendido tanto ante la bondad de Lincoln como
ante la artillería de Grant. Agregó el General que deploraba la muerte de
Lincoln como podían deplorarla los ciudadanos del Norte, y que consideraba al Presidente espejo de magnanimidad y
de honradez».
El
general Louis Wigfall, jefe de los confederados,
calificó la muerte de Lincoln como «la mayor desgracia que le podía haber
sobrevenido al Sur». Y el mayor Charles F. Baker, también sureño, que se hallaba en Cairo de
paso' para Nueva Orleáns, publicó una carta en que
pedía cayera sobre el asesino «la venganza del cielo», y agregaba que si
las autoridades de los confederados hablan tenido algo que ver con el crimen, él, por su parte, «no querría penetrar ni un paso más
en territorio del Sur».
Entre la masa del pueblo
inglés, cuya influencia impidió que el Gobierno reconociera a la Confederación, el duelo fue sincero.
En
Alemania
muchas asociaciones de trabajadores, sociedades cooperativas y periódicos
obreros, lamentaron la pérdida experimentada por la nación norteamericana.
En Suecia y Noruega se dio orden de izar a media asta el pabellón
nacional en los barcos surtos en los puertos. Hasta el último rincón del
mundo habían llegado la historia y la leyenda de Lincoln; la
humanidad lo necesitaba porque anhelaba alcanzar aquellos preciosos
ideales que él encarnó. Los viajeros de todos los continentes se
acostumbraron a encontrar aun en los hogares más humildes, el retrato de
Lincoln, que siempre daba motivo a alguna expresión en elogio del grande
hombre. ,
La
sombra de la desgracia había pasado sobre los mares y tierras de uno a otro país,
«como la sombra de un eclipse». Acaso en tantos siglos como registra la
historia, opinaba el gran filósofo autor de los Representantes de la Humanidad,
la muerte de hombre alguno causó tanto dolor a la familia humana.
Encomió
el filósofo «la gran bondad de su carácter que lo hacia tolerante y accesible
para todos; justo, inclinado a acceder a las peticiones del solicitante
Afirmaba
Emerson que, «si este hombre hubiera gobernado en una era de menos
desarrollo de la imprenta, se habría tornado mitológico como Esopo, por sus
fábulas y proverbios».
. «Por
su valor y sentido de la justicia, su temperamento ecuánime, su
corazón humanitario, su figura de héroe ocupa el centro de una época
heroica.
El es
la verdadera historia del pueblo norteamericano de su tiempo».
El
agudo diplomático John Bigelow, conocedor como pocos de los estadistas y los
hombres de acción, ha escrito, refiriéndose a Lincoln: ««No tengo noticia
de que la historia ofrezca ejemplo de otro hombre que tan constantemente, por
imperativo de su propia constitución, se haya conducido con el prójimo como
quisiera que el prójimo se condujera con él ».
No era
por el crimen en sí por lo que el pueblo se dolía ahora, sino por la pérdida de
un amigo a quien amaba sencillamente como hombre.
En los
millares de comentarios que se acumulaban día tras día, destacábase la figura
de Lincoln como encarnación de dos resultados prácticos: Emancipación y Unión.
. Había
desaparecido la institución de la propiedad privada sobre el negro. Había
terminado para siempre la doctrina de la secesión y los derechos soberanos de
los Estados que formaban parte de la Unión norteamericana.
Dolíase
Lincoln en su segundo discurso de toma de posesión y en pasajes delicadamente
redactados, de lo que había costado realizar por la violencia lo que hubiera
podido lograrse mediante los dictados de la razón.
la
estatura de Lincoln surgía engrandecida, mayor que la de cualquier otro de los
héroes. Ninguno proyectaba una sombra más larga que la suya. Pero, para él, el
gran héroe era el Pueblo. No se cansaba de decir que él era solo el
instrumento.
Solemnes
funerales y hondo silencio
SIGUIERON
las ceremonias fúnebres. El cortejo empleó largo tiempo en recorrer todos los
puntos señalados. Millones de personas presenciaban el desfile y se
incorporaban a él espontáneamente.
Era
una procesión vistosa, de masas, inmensa, desconcertante,
caótica.
Pero
fué también algo sencillo, definitivo, majestuoso.
A pesar
de la ostentación de que en él se hizo derroche, el espectáculo proporcionó momentos
inolvidables a millares de gentes que veneraban al desaparecido por grande y
por amigo entrañable.
Sí,
grandioso fue el cortejo fúnebre. De la Casa Blanca en Washington, de donde
partió, el féretro fue conducido
en larga peregrinación,
día y noche, durante doce días.
Por las noches, centenares de hogueras y antorchas iluminaban la
carrilera por donde pasaba lentamente el tren.
De día,
tropas con armas a la funerala, tambores en sordina, pies multitudinarios que trataban
de acercarse a la caja de asas de plata.
Por dondequiera, campanas que doblan, salvas de artillería que
atruenan el aire con voces inarticuladas.
Pasaron por Baltimore, Harrisburgo, Filadelfia, Nueva York,
con el féretro enlutado, que en cada sitio encontraba preparado un
catafalco fastuosamente decorado.
Por Albany, Utica, Syracuse, pasó el doliente cortejo para encontrar doquiera multitudes silenciosas que
salían a su encuentro o que se incorporaban al desfile.
A Cleveland, Columbus, Indianápolis, Chicago, se
llevó después el féretro oblongo que fue colocado en un coche fúnebre para
trasladarlo al sitio donde decenas de millares pudieran verlo por última vez Y luego a Springfield, en el estado de Illinois, el viejo
terruño, donde los despojos amados hallarían por fin el reposo eterno.
En la
peregrinación hasta Springfield, el ataúd ha recorrido 2,400 kilómetros.
Lo han visto más de siete millones de personas. Allí está ese rostro
venerable que han contemplado más de 1.500.000 ciudadanos.
El
ataúd se depositó en el Capitolio del Estado, en el recinto de la cámara baja,
de la cual había sido Lincoln miembro y en donde
había pronunciado su advertencia profética sobre la «Casa Dividida ».
Desfilaban
ahora los que lo habían conocido de largo tiempo atrás, parte no más de las
75.000 personas que visitaron el féretro. Sentíanse aterrorizados,
oprimidos, adoloridos.
Hallábanse
entre ellos antiguos clientes a quienes les había ganado o perdido pleitos;
abogados que le habían ayudado o le habían combatido en un juicio, vecinos que lo vieron un día ordeñando una vaca o
almohazando, el caballo, amigos que de sus labios, en torno al hogar
que ardía en las noches de invierno, habían escuchado anécdotas y
lucubraciones sobre religión y sobre política. Todo el
día y toda la noche se prolongó el interminable desfile de la ciudad nativa que
se despedía.
El 4 de
mayo de aquel año de 1865, el cortejo que acompañaba el féretro se dirigió del
Capitolio al Cementerio de Oak Ridge.
Allí,
sobre la verde falda de una colina que desciende desde las bóvedas sepulcrales,
millares de personas escucharon las oraciones y los himnos, y la lectura del
segundo discurso de la toma de posesión de Lincoln.
El
fondo de piedra de la bóveda quedó tapizado con siemprevivas.
Sobre,el féretro, metido en otra caja de caoba negra, colocaron flores con
amoroso cuidado; después arrojaron en la fosa más flores simbólicas; y un
derroche de ramos floridos cubrió la sepultura, como si no encontraran los
dolientes cantidad que bastara a expresarle a él y expresarse a sí mismos
la magnitud e intensidad de su pena.
Llegó la noche, en envuelta
en su manto de misterioso
silencio y de flotantes sombras.
en su manto de misterioso
silencio y de flotantes sombras.
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