Y se hizo la paz.
«Un árbol se mide mejor cuando se ha caído ...» (1)
DENTRO
de un tranvía lleno de gente madrugadora en Filadelfia, un buen cuáquero
desdobló el periódico, se quedó mirándolo y exclamó: «¡Santo Cielo! ¿Qué es esto? ¡Lincoln asesinado!» Los demás viajeros de aquel amanecer gris se cubrieron
la cara con las manos para ocultar sus lágrimas ardientes que regaron el piso
cubierto de aserrín. El conductor del vehículo vino a convencerse de
si era verdad lo que había oído. Salió en seguida, les
quitó los cencerros a sus caballos y
siguió adelante, conduciendo ese tranvía lleno de dolientes, unos silenciosos,
otros sollozando.
En
Charleston, Carolina del Sur, una negra vieja andaba
como loca por la calle; se retorcía las manos y lloraba: «¡Dios mío, Dios mío, mataron al amo Sam, mataron al Tío
Sam!»
Hasta
una lejana llanura de Illinois alguien fue a darle la noticia a una mujer que
vivía en una granja.
—Ya
sabia yo desde que se fue que no volvería por aquí —
respondió
ella: era Sara Bush Lincoln, que estaba preparada para el dolor que iba a
llegarle ese día.
En Washington, en Nueva York, en Boston, en Chicago, en Springfield,
en Peoría, lo mismo en las urbes que en las aldeas, lloraban las campanas hora
tras hora sin descanso.
Por todas partes se veían banderas a media asta y
negros crespones de luto.
—CARL
SANDBURG
LA
PROCESIÓN fúnebre tardó mucho en llegar a los lugares por donde habría de
pasar. Era un desfile plebeyo, tumultuoso, desconcertante, caótico y al mismo
tiempo sencillo majestuoso.
A pesar
de las manifestaciones empalagosamente sentimentales, tuvo momentos solemnes e
inolvidables para millones de gentes que amaban a Lincoln y apreciaban su
grandeza.
Comenzó en la Casa Blanca: de ahí sacaron el féretro y lo
siguieron durante 12 días con sus noches. Por la noche se iluminaba el camino del tren que lo conducía con hogueras y antorchas.
Durante
el día seguíanlo las tropas con las armas a la funerala y los tambores
destemplados, y el doblar de las campanas, el eterno
doblar de las campanas que sollozaban el réquiem.
Pasó por Baltimore, Harrisburg,
Filadelfia, Nueva York, después por Albany, Utica, Syracuse, Cleveland,
Columbus, Indianápolis, Chicago. Por fin
llegó a Springf1eld la enlutada caja después de un viaje de 2700
kilómetros en que lo vieron pasar siete millones de sus conciudadanos. Y allí, en la vieja ciudad donde había vivido, cerca de
la colina de New Salerm, descansaron por fin y
para siempre sus restos
mortales.
- CARL
SANDBURG
A la muerte de Lincoln
jOH
CAPITÁN! ¡MI CAPITÁN! Nuestro espantoso viaje ha terminado,
La nave ha salvado todos los escollos, hemos
ganado el anhelado premio, Próximo está el puerto, ya oigo las campanas y el
pueblo entero que te aclama,
Siguiendo
con sus miradas la poderosa nave, la audaz y soberbia nave; Mas ¡ay¡ ¡oh
corazón! ¡mi corazón! ¡mi corazón!
No ves
las rojas gotas que caen lentamente,.
Allí, en el puente, donde mi capitán
Yace extendido, helado y muerto.
¡Oh capitán! ¡Mi capitán! Levántate para escuchar las campanas.
Levántate. Es por ti que izan las banderas. Es por ti que suenan
los clarines. Son para ti estos búcaros y esas coronas adornadas.
Es por
ti que en las playas hormiguean las multitudes.
Es
hacia ti que se alzan sus clamores, que vuelven sus almas y sus rostros
ardientes.
¡Ven capitán! ¡Querido padre!
¡Deja pasar mi brazo bajo tu cabeza!
Debe ser sin duda un sueño que yazgas sobre el puente.
Extendido, helado y muerto.
Mi
capitán no contesta,
sus labios siguen pálidos e inmóviles,
Mi padre no siente el calor de mi brazo, no
tiene pulso ni voluntad, La nave, sana y salva, ha
arrojado el ancla, su travesía ha concluido. ¡La vencedora nave
entra en el puerto, de vuelta de su espantoso viaje! ¡Oh playas, alegraos!
¡Sonad, campanas!
Mientras yo con dolorosos pasos
Recorro el puente donde mi capitán
Yace extendido, helado, muerto.
Walt Whitman
Walt Whitman
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