sábado, 7 de noviembre de 2015

SOLDADO NORTEAMERICANO REENCUENTRA PADRES ALEMANES 1946


Un soldado norteamericano se reecuentra con sus padres alemanes  JOSÉ VUELVE AL TERRUÑO


Condensado de "What the Gernans Said"
Por Saul F. Padover
Junio de 1946

Como oficial del servicio de informaciones del ejército norteamericano, adscrito a la sección de guerra psicológica, estaba yo, facultado para viajar con entera libertad por todo el territorio de Alemania. José Dorflein, un taciturno soldadito de infantería oriundo de Nebraska, fue mi chofer durante ocho meses. Poco después del enlace en Torgau con el ejército rojo, fui enviado hacia el sur, con el fin de recoger en Baviera cierta información especial.
Una mañana salí de Wurzburgo con José en nuestro automóvil de servicio, y ya hacia el mediodía estábamos atravesando una sección del camino que, hasta donde yo supiera, no había sido aún bien despejada de tropas enemigas. Por lo que pudiera suceder, le pregunté a José si llevaba pronta la carabina.
—Está cargada—musitó.

José iba doblado sobre el volante, más silencioso que nunca; en sus ojos había una mirada remota, como la de quien tiene toda su alma puesta en otra parte. Ni siquiera se preocupaba por evitar los baches y corcovas del camino. Pensé que tenía miedo, como yo, y le dije por animarlo:
—Veo que hoy no estás de muy buen genio, José.
—No es el genio, señor—repuso entre dientes—. Es la vieja.
¿La vieja?... ¿Qué vieja?
Mi vieja.
—Mira, José—le dije pacientemente—no estamos en Nebraska sino en Baviera.
Mi vieja no está en Nebraska—explicó titubeante, como si no lo entusiasmara demasiado el confesarlo—. Debe de estar en Baviera.
¡Baviera! ¿ Aquí?... ¿Y tu padre dónde anda?
—Supongo que esté con ella.

Esta revelación respecto a los padres de José fue para mi una extraordinaria sorpresa. Siempre había dado por hecho que su familia vivía en Nebraska. Luego, entre vacilaciones, me contó que había abandonado su «antigua patria» cuando apenas contaba doce años: viajó solo, con un boleto prendido en la solapa de su chaqueta. Así llegó a Nebraska, a casa de su hermano Karl, mayor que él; poco después de estar allí consiguió trabajo en una granja de la región. De ello hacía veinticinco años, y, sin embargo, José aún no había escrito ni una sola vez a sus padres, ni ellos le habían enviado una sola carta. Lo cual me hizo sospechar que pocas personas de la familia sabían escribir. Ahora José era un soldado norte-americano de infantería y estaba en Baviera, su tierra de origen, quizás en un lugar próximo al en que se hallaban sus viejos.
Pero ¿por qué no me lo habías dicho antes?—le pregunté ansioso—. Vamos a buscarlos. ¿Dónde estaban últimamente?
A José le centellearon las pupilas.
En Riedenheim... Un pueblecillo insignificante.
En efecto, en ninguno de mis minuciosos mapas figuraba Riedenheim, ni nadie lo había oído mencionar. Las primeras horas de la tarde se nos fueron en buscarlo hasta que, al fin, recordó José que se hallaba situado cerca de una aldea importante, Ganzenheim, hacia donde nos guió un campesino con quien topamos. Desde Ganzenheim seguimos por un sendero hasta Riedenheim, que no era más que un lamentable grupo de casuchas de labranza con malolientes montones de estiércol hacinados en el patio y gansos que graznaban en pozos de lodo. Pregunté a José si reconocía el lugar. Sacudió levemente la cabeza:
—No se parece en nada a lo que recuerdo.
Decidimos entonces pedir información al cura.
Cuando nuestro automóvil militar entró ruidosamente al villorrio, los vecinos se asomaron curiosos a puertas y ventanas, cambiando atropellados comentarios en su idioma. No logré enterarme de si se habían dado o no cuenta de que éramos norteamericanos. Nos detuvimos frente a la iglesia, y de pronto José exclamó señalando hacia un extremo del atrio:
—Recuerdo eso. Yo solía jugar allá, debajo de ese arco...
Unos cuantos aldeanos se agruparon en torno nuestro, y por sus indicaciones logramos saber que los Dorflein vivían en una casita blanca que desde allí se podía ver. Estacionamos el automóvil frente a ella y José me preguntó si quería acompañarlo. Estaba pálido y tenso, y sus pasos parecían haber perdido firmeza. Empujó la puerta y entramos en un cuarto de techo bajo, decorado con imágenes religiosas y en uno de cuyos rincones se destacaba una enorme estufa. Sentado en una mecedora,un viejo de manos sarmentosas fumaba su pipa. Frente a él en otra mecedora, una viejecita vestida de negro hacía calceta.
En medio de un silencio que sólo interrumpía el tic tac del reloj, nos detuvimos un momento a examinar el cuarto. Los viejos aparentaban no haber notado la presencia de los dos militares que tan bruscamente acababan de invadir la intimidad de su hogar: el viejo siguió fumando y la vieja tejiendo. José arriesgó un paso hacia el impasible fumador, y, poniéndole la mano en el hombro, le preguntó:
—Konnst mik nit? (¿No me reconoces ?)
El viejo después de lanzar una rápida mirada a la carabina bajó los. ojos.
Neh—gruñó entre dientes, haciendo un signo negativo con la cabeza.
José puso su mano con delicadeza de,— bajo del mentón del viejo y le hizo alzar el rostro:
—Mírame mejor. Mírame a los ojos, y dime quién soy.
Hubo un silencio angustioso mientras los ojos caducos escrutaban la fisonomía del soldado. De pronto las cansadas pupilas del viejo fulguraron, y la pipa se le escapó de los labios temblorosos...
—Der Karl!—gritó.
José negó con la cabeza.
—No, no. Mírame bien otra vez.
Y la voz le temblaba como si fuese a estallar en llanto.
Entonces el viejo se levantó de un salto dando voces:
—Ist der Sepp, mein Josepp. (¡Es Pepe, es mi José!)
Se inclinó hacia la viejecita que continuaba meciéndose y tejiendo, con la cabeza doblada.
—Onser Sepp ist hier!—le gritó—; doss ist onser Sepp!
La viejecita vestida de negro dejó caer su calceta, y alzó la mirada. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y con voz que entrecortaban los sollozos exclamó:
—O Jesu, mein kleiner Sepp, mein anner kleiner Sepp! (¡Oh, Jesús... mi Pepito, mi pobre Pepito!)   
Luego le tomó las manos y se las cubrió de besos, repitiendo:
—Mein armer kleiner Sepp...
Yo sentía un nudo en la garganta y opté por salir del cuarto.
Estaba parado frente a la casa pensando en que a veces la realidad es más extraña que la ficción, cuando José y su padre aparecieron. José traía los ojos enrojecidos, pero sonreía. Para entonces ya la aldea entera sabía de la presencia de los extranjeros y todo el mundo acudía a mirarnos con ojos curiosos.
Súbitamente me asaltó una duda:.
Oye—pregunté a José— ¿estás seguro de que tu padre sabe que eres un soldado norteamericano? Acaso crea que perteneces al ejército alemán.
Pero cuando José le tradujo la pregunta, el viejo se echó a reír. Él había sido soldat en el ejército del kaiser, allá por 1883, y bien sabía reconocer a los soldados alemanes.
Se puso el casco de su hijo, tomó la carabina entre sus manos y la apuntó como un experto. José estaba lleno de orgullo y alegría. Estrechó a su padre entre los brazos y exclamó:
¡Dígame usted si mi viejo no es todavía un soldado de primera!

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