martes, 10 de noviembre de 2015

UN MINUTO QUE CAMBIO UNA VIDA Por Sherman Rogers



No se por qué en este mundo no hay más gente
que procure comprender más y odiar menos»
Un minuto que  cambió una vida
( Condensado de «Foremen:Leaders or Drivers?» )
Por Sherman Rogers

TENGO un hijo— un muchachote pelirro­jo—que se llama Ferruccio. Muchos me han preguntado por qué le puse nombre extranjero.

Hace 43 años me encontraba trabajando en un campamento maderero. Cortábamos y podába­mos los troncos en verano y después de las neva­das de otoño los arrastrábamos en trineos hasta el río que distaba como seis kilómetros y medio. Tenía el camino tres cuestas muy pendientes. Yo enarenaba la cuesta número uno. Un belico­so italiano llamado Ferruccio estaba encargado de la cuesta número dos que era la más peligrosa. Ferruccio se pasaba la vida renegando. Ape­nas hablaba inglés pero sabía maldecir, y malde­cía en todas las lenguas conocidas. Como nunca había oído a nadie dirigirle una palabra amistosa era natural que nunca diese una respuesta ama­ble.
Cierta mañana el superintendente del cam­pamento me dijo que se iba a la ciudad y que en su ausencia me dejaba encargado de los obreros que hacían el trasporte. Como en aquel entonces contaba solamente 20 años me sentí muy enva­necido. Tenía, sin embargo, algunas dudas y pregunté que haría si los hombres se negaban a obedecerme.
—¡Despídelos! —respondió con vi­veza el superintendente.
—Bueno—repuse—Vaya usted buscando otra cuadrilla de trasportadores porque cuando regrese ya los de ésta se habrán marchado.
Poco después de irse el superinten­dente se me presentó el viejo escocés que era dueño del campamento.
Escucha, muchacho—me dijo—Ahora eres el capataz y yo no voy a restarte autoridad. Pero sé que tienes intención de despedir a Ferruccio.
Es usted adivino.
—Pues yo lo sentiría mucho. Llevo 40 años en este negocio y Ferruccio es el obrero más seguro que he tenido. Sé que es un ogro y que detesta a cuantos lo rodean, pero también es el primero en llegar al trabajo y nunca se va hasta después que todos los de­más se han marchado. Además desde que empezó a trabajar aquí, hace ocho años, no ha ocurrido un solo accidente en esa cuesta. Antes de venir él todos los años se mataban hombres o caba­llos. Pero tú eres el capataz y a tu juicio lo dejo.__
Tan pronto lo perdí de vista me dis­puse a decir a Ferruccio algo que siem­pre había tenido ganas de decirle. Cuando llegué a la cuesta número dos me quedé observándolo varios minu­tos antes de comprender lo que el hombre estaba haciendo.
Enarenar caminos es trabajo muy especial. Cuando el trineo se acerca el enarenados camina delante y va poniendo en los surcos helados justa­mente la cantidad precisa de arena pa­ra que el pesado trineo se deslice len­tamente. Pero no era eso lo que Fe­rruccio estaba haciendo en aquel mo­mento.
La temperatura era de cerca de 18 grados bajo cero. Ferruccio estaba se­cando una paletada de arena en una pequeña hoguera. No llevaba ropas de abrigo sino un simple overol. En vez de mitones de lana tenía guantes de tela. Se estaba helando pero en vez de calentarse el desabrigado cuerpo secaba la arena al fuego para asegurar mejor el paso del próximo trineo; era una precaución extraordinaria que no figuraba entre las reglas del oficio.
Me llegué a él y le dije:
—Buenos días, Ferruccio. ¿Sabes que hoy el amo soy yo?_
Se limitó a responder con un gruñido.
— Bueno... —continué--¿ Sabes que estaba decidido a despedirte ?
Ferruccio emitió otro gruñido para indicar que quedaba enterado.
Pero—agregué—nadie te despi­dará a ti.
Ferruccio levantó los ojos de la pala y se quedó mirándome de hito en hito.
Entonces le repetí al pie de la letra lo que me había dicho el viejo escocés.
Ferruccio dejó caer la palada de arena. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
— ¿Por qué no me dijo él eso hace ocho años ?—preguntó.
Me retiré en seguida y no volví a verlo durante el resto del día. Por la noche cuando los de los trineos fueron a lavarse, uno de ellos exclamó entusiasmado:
— ¿Vieron cómo trabajó hoy el italiano? Ha echado arena suficiente para enarenar una docena de cuestas; vola­ba de un lado a otro como si tuviera alas. ¡Y se ha pasado el día repartiendo sonrisas!

Ya oscurecía cuando oí que me lla­maban.
— ¡Eh, patrón!
Era Ferruccio. Quería invitarme  a cenar con él.
¿Sabes cocinar?—le pregunté.
No, yo no sé cocinar; María es la que sabe.
¡No me digas que eres casado!
Seguro que sí—y agregó con cierta timidez:— tenemos cuatro mu­chachos... ¡los cuatro muchachos más lindos del mundo!
Caminamos aprisa porque el ter­mómetro seguía alrededor de 18 bajo cero. Por fin llegamos a un claro pe­queño donde se alzaba una casa de trozas.
Ferruccio se llevó los dedos a la bo­ca, dio un agudo silbido e inmediata­mente se abrió la puerta de par en par. Salió una mujer tan ancha como alta y tras ella asomaron cuatro pequeñue­los. Ferruccio corrió dando jubilosos gritos al encuentro del grupo y los confundió a todos en estrecho abrazo.
¡El hombre a quien yo había tenido siempre por áspero e intratable era en realidad marido y padre amoroso! Pensé que tal vez todos los juicios que me había formado sobre otros extran­jeros eran igualmente erróneos.
— ¡Venga, patrón! —gritó Ferruccio —La sopa está esperando.
Mientras comíamos, Ferruccio y María sostuvieron viva conversación en italiano. Súbitamente ella se puso en pie de un salto, se acercó a mí y me dio un beso.
— ¡Caramba, Ferruccio!—exclamé — ¿Qué es esto?
Y Ferruccio explicó:
Acabo de contar a María que usted es el primer capataz que me ha dicho « trabajas muy bien, Ferruccio, » y ella se ha puesto como unas Pascuas.
Podría escribir largo y tendido so­bre aquella noche. Pero sólo diré que vi a una mujer arrodillarse junto al lecho de sus hijitos para rezar pidiendo al cielo que les diera salud y los hicie­ra buenos ciudadanos. Pidió también a Dios que permitiera a los demás ni­ños entender a sus hijos y no darles nombres despectivos.
Luego me contó que sus dos hijos mayores volvían siempre afligidos de la escuela porque los compañeros se burlaban de ellos a causa de sus ropas pobres y de su hablar incorrecto. Comprendí entonces cuánto  tienen que sufrir los hijos de padres extran­jeros debido a las crueles mofas de otros niños.

Un par de días después fui a la es­cuela, hice que enviasen a su casa a los dos italianillos y rogué a sus com­pañeros y compañeras que les dieran oportunidad de sentirse sus iguales. Poco después dejé el campamento no sin haber sabido antes que ya las bur­las se habían acabado y que los chi­quillos empezaban a conocer días más felices.
DOCE años más tarde bajaba yo a pie por un deslizadero de trozas en la accidentada Península Olímpica del estado de Washington buscando el campamento de un amigo. Súbita­mente vi a un hombre en lo alto de la cuesta. Estaba allí tieso como un pos­te, arrogante, bien vestido. Le grité pidiéndole que me indicase el camino del campamento. Se quedó merándome, volví a gritarle y empezó a correr a mi encuentro. Entonces lo reconocí.
¡Ferruccio!—grité— ¿Qué de­monios haces en estas tierras?
Riendo alegremente me contestó:
Ahora soy aquí la gran persona.__
Ferruccio había llegado a ser supe­rintendente de construcción de lanzaderos en una de las más grandes compañías. dedicadas al negocio de trozas en el Oeste. Me habló de su fa­milia. Todos gozaban de excelente sa­lud y el hijo mayor estaba estudiando en la universidad. Luego me dijo:

A no ser por aquel minuto en que usted me habló yo hubiera mata­do a alguien algún día... Ese minuto cambió por completo mi vida. Y esa hora que pasó usted en la escuela cam­bió también la vida de mis chicos.
Y después de una breve pausa, agregó:
No sé por qué en este mundo no hay más gente que procure compren­der más y odiar menos.
Y yo le contesté:
Eso mismo vengo pensando yo hace I2 años.:__

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