miércoles, 11 de noviembre de 2015

UNA FAMILIA INOLVIDABLE Por Paul Schubert



Una familia inolvidable
Por Paul Schubert

Fui por primera vez a la ca­baña campesina del tejado rojo que llevaba el nú­mero 24 de la Calle de Krtiny una mañana veraniega de mil novecientos treinta y tantos. Mi mujer y yo estábamos buscando alojamiento barato donde vivir hasta que yo terminase de escribir un libro, y aquella encantadora aldea checoeslovaca, perdida en el cora­zón de la montuosa selva morava, nos pareció la más apropiada.
Salió a la puerta un aldeano de revuel­tas greñas. Era José Dvorak, el dueño de casa. Detrás del hombre, en el amplio zaguán que dividía la vivienda en dos partes, estaba su esposa, María, de pie y en jarras. María apenas intervino en la conversación porque correspondía al jefe de familia tratar del alquiler; pero me -sentí atraído por su cara inteligente y alegre. La cabellera de azabache ceñía la hermosa frente, bajo la cual brillaban unos ojos maravillosos—ojos de aldeana tan cercanos a la vida que parecían pene­trar a través de los misterios del naci­miento y la muerte hasta los dominios de la fe. Mientras hablábamos con el marido, dos chiquillos se arrimaron a María, como buscando su abrigo. Más tarde supimos que María tenía otros tres hijos trabajan­do fuera de la casa.
Alquilamos la mitad de la casa número 24 en 2500 coronas checoeslovacas, que equivalían a unos 75 dólares, por la tem­porada. Pregunté hasta cuándo duraba la temporada. «Oh—repuso enfáticamente el señor Dvorak—hasta el otoño. Pero, por mi parte pueden ustedes quedarse hasta la Navidad... o hasta el verano que viene. Con sacar las 2500 coronas por la temporada me doy por satisfecho.»
Cerrado el trato nos instalamos en la casa, empezamos a teclear en la máquina de escribir y muy pronto nos sentimos envueltos en la vida hogareña de los Dvorak. Para ellos la jornada comenzaba a las tres de la madrugada, cuando María se levantaba para atender a su hijo mayor que marchaba al trabajo. Durante el día entero llenaban la casa rumores de acti­vidad doméstica—cocinar, hornear, lim­piar, cavar el huerto. María tenía además un taller de lavado en un gran cobertizo a espaldas de la casa, donde lavaban y planchaban siete mujeres.
El alegre canto de María impregnaba el ambiente doméstico mientras ella aten­día afanosa a las diversas labores. No tardé en descubrir que aquella aldeana tenía ánimo y corazón de gran dama.
Lo que pasó con el mendigo que tocaba el organillo me reveló el tacto de María Todas las mañanas se llegaba a la puerta de la casa un viejo pordiosero que armaba el organillo (regalado por la aldea para que se «ganase» la mendicante existencia) y tocaba la misma pieza una y otra vez por espacio de 20 minutos.
Por regla general me encontraba en la cama cuando llegaba el músico. Traba­jaba en mi libro con ahínco y era fre­cuente que al sonar el despertador de María a las tres de la madrugada, me en­contrase todavía en la tarea.
Aquel importuno me sacaba de quicio.
Me irritaba despertándome con su infer­nal tonadilla. Estaba convencido de que su ardid consistía en tocar y tocar hasta que yo le pagara para que se marchase.
Pero me propuse ser más terco que él. Un día se decidiría a no volver por nues­tra casa en vista de que no hacía negocio.
Más adelante supe que María me había estado protegiendo para que no tuviese por qué avergonzarme. Todos los días daba al músico ambulante cinco heller como limosna suya, y cincuenta heller (y a veces hasta una corona, moneda equi­valente a tres centavos) en nombre de los forasteros, como correspondía a personas de nuestra posición. Si el músico tocaba con tanto entusiasmo ante nuestra puerta era por pura gratitud.
Creo que María comprendía que yo no era rico. Por muy cómodamente que mi esposa y yo viviésemos en comparación con los vecinos de la aldea, nos sostenía­mos en realidad con un presupuesto de 50 dólares al mes. El libro no parecía aca­barse nunca y la dilación hacía alarmante mella en mis reservas metálicas. La lle­gada del invierno me sorprendió enfras­cado todavía en el trabajo y sin que pudiera decir cuándo iba a terminarlo.
La Navidad amenazaba ser triste. Aun en las mejores circunstancias no es agra­dable encontrarse en tierras extrañas du­rante aquella festividad. Cierto que me encantaban la aldea de Krtiny y los grandes bosques de las inmediaciones; pero Moravia estaba muy distante de mi tierra natal, que era donde yo hubiese querido pasar la Navidad.
En la parte de la casa que ocupaban los Dvorak se hacían grandes preparativos para la fiesta. ¡Qué de secretos y paquetes escondidos! ¡Y qué hermoso árbol de Navidad habían traído del bosque para adornarlo con luces y presentes!
Mi esposa y yo habíamos decidido ha­cernos los ascetas, trabajar durante todas las vacaciones sin prestar atención a las festividades, y acabar el libro. También habíamos prescindido de hacernos mu­tuos regalos pero, naturalmente, quería­mos comprar algunas cosillas para los Dvorak, a quienes habíamos llegado a admirar y querer.
Los presentes fueron tan buenos como lo permitían nuestros medios: una bufan­da de abrigo para el hijo mayor, medias para los dos siguientes, un vistoso peri­follo que ocultaba un frasco de perfume para la chiquilla de 11 años y una navaja de monte para el chico más pequeño. Al señor Dvorak le compramos una pipa y tabaco y a María una fuerte chaqueta de punto de lana para sus largas excursiones invernales a la ciudad, donde iba a entre­gar la ropa.
En aquel país se celebra la víspera de Navidad, o sea la Nochebuena. A eso de las tres de la tarde llevé los regalos al otro lado del zaguán y los dejé sobre la mesa de la cocina.
María sonrió y me dijo sencillamente Dekuji vam, que significa muchas gracias. Pero las verdaderas gracias le centelleaban en los ojos.
Volví a mi trabajo. Aquello no marcha­ba. Si he de decir verdad, la máquina de escribir y el libro mismo me parecían detestables.
Cuando cerró la oscuridad, las venta­nas iluminadas de la aldea cortaban sobre el fondo de la noche cuadros de radiante alegría. Al otro lado del pasillo la fiesta se animaba más y más, en tanto que noso­tros nos sentíamos cada vez más deprimi­dos. Entonces sonó un golpe en la puerta.
Uno de los chicos venía a preguntarnos si no queríamos ir a ver el árbol ilumi­nado. La timidez hizo que las palabras de invitación se le atropellasen en la boca. Aquello era ya demasiado. ¿Cómo podía mantener mi espartana entereza, si tenía que asistir al gozo de la familia Dvorak? Entré y dije a mi esposa: «No me gusta ir, pero creo que es inevitable. ¡Lo agradecerán tanto!»
Al otro lado del zaguán, el señor Dvo­rak encendía solemne y cuidadosamente las velas una por una—el árbol era pre­cioso. María permanecía aún en la cocina. La cena estaba dispuesta en la mesa con manteles blancos... ¡Espléndida mesa agobiada bajo el peso de los manjares—sopa, pescado, carnes, aves, legumbres, dulces, vistosas tartas y una esbelta bo­tella de vino! Y los paquetes de regalos, todavía sin abrir, al pie del árbol.
Aquel cuadro era el más adecuado para que un extraño se sintiese infinitamente distante de la tierra natal. Se me atravesó un nudo en la garganta. Después de cam­biar felicitaciones con todos, nos volvimos a nuestra media casa sin adornos navideños, sintiéndonos más desventura­dos que antes.
Abrí la puerta resignado pero me que­dé atónito.
Había ocurrido algo increíble. Mien­tras mi mujer y yo estábamos al otro lado del zaguán, María ¡que Dios la bendiga! se había llegado a nuestra cocina para traernos la Navidad. Nuestra mesa estaba cubierta con un mantel blanco, como la suya. Lucían en ella plantas y velas de Navidad, platos y cubiertos, la misma cena suculenta del otro lado del zaguán, hasta igual esbelta botella de vino María nos había contado a nosotros los extranje­ros entre su familia para compartir lo mejor y más suyo que podía dar.
Aquella noche no trabajé más. Fue una de las cenas de Navidad más felices de que he gozado en la vida

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