lunes, 2 de noviembre de 2015

ASI PAGA UN PERRO--



_Así Paga un Perro

(Condensado de «Fang and Claven)

POR FRANK BUCK
En colaboración con Ferrin Fraser

ME SORPRENDIO NOTAR que mi amigo Johnson seguía con ojos atentos un perrillo de pelaje amarillento que pasó corriendo por frente a nosotros. Y mayor aún fue mi sor­presa cuando Johnson, volviéndose hacia mí, me preguntó:

Frank, ¿te gustaría ir a mi hacienda a cazar un tigre ?

Estábamos sentados en la terraza del Golf Club de Keppel, que daba sobre la bella rada de Singapore, a corta dis­tancia del puerto, donde a la sazón estaba entrando un barco australiano cargado de ovejas.

—¡No me digas—exclamé yo riendo —que ese gozque te hizo recordar un tigre!

—Así fue, aunque te rías ... Y a pro­pósito, ¿quieres oír algo respecto a la cala de ese tigre ?

—Por supuesto que sí.

Tomó la caja de los cigarros y me ofreció uno. Luego, mientras despuntaba el suyo con los dientes, me preguntó:

—Tú conoces a Dick Scott, ¿no es cierto ?

—Sí, como no.

—Bueno. Dick tiene dos chicos, y hace algún tiempo se le metió en la cabeza regalarles un perro. Cuando an­daba de vacaciones el año pasado, consi­guió el que quería—un alsaciano gris, robusto sin ser grueso, y de patas fuertes, musculosas y altas como las de un lobo. Lo bautizaron Binji. Resultó un perro excelente. Además de dócil, manso, y buen vigilante, era un compañero maravilloo para los chicos.

—Era?—pregunté yo curioso—. Ha­blas como si Binji fuese ya cosa del pasado.

Lo es—contestó Johnson apartando los ojos de mí para fijarlos en el barco—. Y cargamentos como ése fueron la causa.

—No entiendo...

—Verás. Después que se les desem­barca, las ovejas son llevadas a unos pas­taderos cercanos a la finca de Dick. Cierta noche, el rebaño fue asaltado y puesto en dispersión. A la mañana si­guiente, seis ovejas aparecieron muertas, con el cuello destrozado a dentelladas.

— ¿Binji?

Sí, Binji. Su culpabilidad era evi­dente. Había roto la cadena, y le encon­traron lana y sangre en el hocico. Desde entonces se le ató en las noches con una cadena que hubiese sido bastante para sujetar un leopardo. Pero Binji era fuerte, y había probado la sangre... Noches más tarde volvió a romper la cadena, y en esta ocasión fueron doce sus víctimas. Aquello colmó la medida. Dick no quería en su propiedad un perro de tal índole. Así, acto seguido, le puso la correa y lo llevó consigo al hotel, por si hallaba a quien cedérselo. Y aquí es donde empieza mi parte.

Yo no conocía a Binji. Lo vi por pri­mera vez esa tarde, cuando entre' en la cantina del hotel. Estaba—noble y tranquilo--echado a los pies de su amo. Evidentemente era un hermoso animal. Lo alabé con entusiasmo, «Si te gusta, te lo regalo», me dijo Dick. Y al ver que yo lo miraba con incredulidad, se apre­suró a explicarme: «Es un perro de instintos feroces, y se ha cebado en las ovejas. Mató docena y media en dos noches. Y yo tuve que pagar el daño. Pero ya no repetirá su hazaña. Voy a deshacerme del muy carnicero, sea que tú lo aceptes o no».

Bueno... yo tampoco quería una «fiera» en mi finca. Y ya iba a decírselo así a Dick cuando de pronto recordé algo para lo cual me sería Útil un perro. -Está bien», le contesté. «Lo acepto».



Dick puso la correa en mis manos sin decir una palabra. El perro pareció darse cuenta de que su destino iba a cambiar en ese instante, porque miró, primero, al amo que de él se desprendía. y luego a mí. Pero en sus ojos no brillaba la expre­sión del que reprocha o se duele, sino la del que interroga humildemente. Me si­guió sin oponer resistencia. Por el con­trario. Se hubiera dicho que aquello le agradaba.

Johnson hizo una pausa. Luego, esqui­vando mirarme, como si algo le aver­gonzase, me preguntó:

Frank, ¿sabes para qué quería yo ese perro? Para ponérselo de carnada a un tigre.

Calló de nuevo por un instante, y continuó luego:

—Ya te dije que en mi hacienda hay un tigre. Tú sabes cuántas engorrosas formalidades tienes que llenar para que te den permiso de cazar con bala un ani­mal así: pero no hay ninguna ley que prohiba cazarlo vivo. Con tal propósito,  mandé hacer una trampa de troncos. Pero necesitaba una buena carnada, tú sabes, un animal que en la noche chillase y metiera la bulla necesaria para atraer al tigre. Por eso se me ocurrió utilizar aquel perro dañino que providencialmente me venía a las manos.



Debes comprender, Frank, que yo nunca había visto a Binji. De lo que Dick me contó deduje, naturalmente, que era un animal temible, indigno de compasión ni buen trato. Pero a poco de estar con él, empezó a parecerme imposi­ble que un perro tan dócil, tan manso y tan cariñoso fuera realmente capaz de encarnizarse en las ovejas como el peor de los lobos. Tú sabes que para ir a mi hacienda hay que navegar doce kiló­metros río arriba, y luego cruzar la co­rriente. Bueno, yo temía que me fuese necesario hacer fuerza a Binji para que entrara en la lancha. No hubo tal. Subió a ella por su propia voluntad, como si tuviese plena confianza en mí, como si toda su vida hubiera estado esperando hacer ese viaje conmigo. Iba juguetón y alegre, lo mismo que un cachorro. Ladra­ba a las ondas y cogía copos de espuma entre los dientes. Después se acercaba a mí, me ponía el hocico húmedo en la mano, y me miraba como si quisiera decirme: «Nos estamos divirtiendo mucho, ¿no es cierto?»

Llegados a la casa me senté a cenar. Binji me miraba, echado al pie mío. Pero no con ojos de petición, sino con ojos de esperanza. Le tiré unos cuantos mendrugos, cosa que nunca hago con los perros cuando estoy a la mesa. Pero, tú comprendes... el pobre iba a morir, y aún a los peores criminales se les deja comer bien antes de su ejecución. Hubie­ras visto qué hermoso centelleo de grati­tud había en sus ojos cuando cogía uno de aquellos bocados.

Después de la cena encendí mi pipa y me senté en el porche a contemplar las estrellas. A poco, la cabeza de Binji estaba descansando en mis rodillas. Evi­dentemente no lo hacía por que lo acari­ciase, sino por estar allí, en contacto conmigo, haciéndome compañía. Me puse en pie precipitadamente y llamé al mu­chacho indígena que me servía de ayu­dante. ,Ven—le dije—. Vamos a cebar esa trampa ».

Binji nos siguió alegremente. Aquel paseo inesperado por la trocha abierta en la espesura parecía deleitarlo. Yo podía distinguir en la oscuridad el penacho gris de su cola agitándose afanoso cuando se agachaba para husmear entre los, matorrales. Me parece a mí que de todas las cosas la que hace más feliz a un perro es vagar así, suelto y libre, en la plácida quietud de la noche, por entre la maraña llena de ruidos inquietantes, pero llevan­do tras de sí al amo que lo llame por su nombre en la oscuridad. Después de mucho andar llegamos a la trampa. Tú sabes como son las de esta clase; una especie de jaula, hecha de troncos sin descortezar, pesada y fuerte, con una puerta caediza que se cierra al tocar el disparador que la sujeta. Hasta que el muchacho no lo hubo atado en el interior de la jaula, Binji no se dio cuenta de que algo extraño había en todo aquello. Y empezó entonces a gemir tímidamente.

Binji es animal de instintos feroces ... un perro dañino y peligroso. De todos Todos, Dick hubiera acabado matándolo. Estas y otras cosas iba diciéndome a mí mismo de regreso a la casa por la vereda que Binji acababa de recorrer conmigo. Seguía oyéndolo a mi espalda, allá lejos, en la negra distancia. Ahora ya no gemía. Estaba aullando lastimeramente con todas sus fuerzas.

«Perro buen cebo para tigre»—cha­purró el muchacho indígena que caminaba a mi lado—Aúlla fuerte. Tigre vendrá seguro». Ese comentario que debía haber sido grato para mis oídos de cazador, no acertó a complacerme. Una sola idea me dominaba: ¡aquel hermoso alsaciano, solo, indefenso, atado, aullando angustiosamente en la oscuridad, y por allí cerca, el tigre, alevoso y matrero, que de un solo zarpazo iba a silenciarlo!

Me metí en la cama, pero no pude dormir. Un tropel de ideas extrañas pasaba por mi imaginación, y a través de todas ellas seguía viendo a Binji: grande, robusto, con sus vivos ojos pardos, su nariz arrugada, sus patas recias, su cabeza grande y tibia apoyada cariñosamente sobre mis rodillas. Empecé entonces a hacerme reflexiones: yo no tenía un perro en mi finca... Binji podría ser inclinado a matar ovejas, pero yo no tenía ovejas que él matara... ¿Por qué no había de quedarme con él, en vez de sacrificarlo así?

Es sorprendente con cuánta rapidez puede uno cambiar de ideas. Hasta en­tonces yo había deseado vivamente ver aquel tigre caer en la trampa. ¡Ahora deseaba con todas mis potencias que no hubiese caído! Di que fue sentimentalis­mo; di que fue el recuerdo del húmedo hocico de Binji en mi mano, de su ale­gría cuando íbamos en la lancha, de su humilde mirada cuando se tendía a mis pies-, di, si quieres, que fue simplemente la voz de la conciencia. El hecho es que salté de la cama como impulsado por un resorte, y llamé al ayudante: «¡Date prisa! ¡Vamos a sacar al perro de esa trampa!» Recorrimos a carrera tendida aquel medio kilómetro. Si tú has tenido un perro, comprenderás esa loca ansiedad mía.

Cuando íbamos acercándonos, noté que todo estaba en silencio. Aquello fue para mí claro indicio de que ya el tigre había hecho presa en Binji. Luego, más cerca ya de la trampa, oí un débil gemido

de miedo y pena... algo así, imagino yo, como el gemido de un niño cuando lo dejan solo en la oscuridad.

Avancé ansioso y vi a Binji, con su nariz negra pegada a los burdos barrotes de la jaula, sus ojos encandilados por la luz de la antorcha que nosotros llevá­bamos, y aquel plumón gris claro de su cola agitándose con alegría y confianza, como si quisiera decir: «Bueno, ya hemos jugado bastante a esto. Vamos a jugar a otra cosa ». Cuando el muchacho lo hubo desatado, salió de la jaula sal­tando, y corrió hacia mí, anhelante, con la roja lengua afuera, y batiendo la cola. «¡Ven, Binji!—le dije—. ¡Vamos a casa!» Echó vereda abajo como había venido: corriendo, retozando, metiendo la nariz curiosa aquí y allí, adelantándose de pronto y volviendo de nuevo a mi lado para emprender otra carrera, y seguir inspeccionándolo todo.



De pronto ocurrió algo, tan repentino Y tan cerca de mí, que ni siquiera alcancé a levantar la antorcha... Un rápido movi­miento entre la oscura maleza... Un enorme bulto negro... Dos centelleantes dagas de marfil que se abalanzaban sobre mí, ávidas, feroces, rectas, afiladas como agujas...Había tropezado con un jabalí que estaba guardando su hembra y sus jabatos. ¡Doscientas libras de enloque­cida fiereza que se lanzaban contra mí para despedazarme! Pensé en mi esco­peta, pero todo aquello fue tan súbito y tan veloz que no tuve tiempo de echármela a la cara. Entonces una mancha gris saltó de la oscuridad como una exhala­ción. Oí el chillido del jabalí al recibir el violento impacto. Las dos dagas cente­lleantes desaparecieron en las tinieblas. Luego un grito de dolor lanzado por Binji, y después del grito, su gruñido ronco, feroz, salvaje... ¡el mismo gruñido de cuando clavaba los colmillos en el cuello de las ovejas!

Maté de un tiro al jabalí—agregó Johnson lentamente, como si la emoción del recuerdo retardara sus palabras—. Y encontré al pobre Binji con aquellas dos horribles dagas clavadas en el pecho, pero con sus grandes colmillos blancos hundidos fieramente en el cuello del jabalí.

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